La base de toda festividad nacional es la conmemoración de los lazos de unión de una comunidad determinada; un día señalado en el que se festeja el relato, la historia, la simbología y las costumbres que son comunes a ese pueblo.

Por desgracia, pese a la recurrente retórica de fraternidad que envuelve a este tipo de fechas, la realidad es bien diferente. El sentimiento de pertenencia es excluyente por naturaleza, puesto que su fuerza radica en ensalzar la diferencia, en trazar fronteras físicas, ideológicas, e incluso, morales.

Si todo ello lo situamos dentro del contexto del cainismo patrio español y del autoodio valenciano, no resulta difícil de comprender nuestra afición por prejuzgar, etiquetar, y con ello, excluir al diferente: al que no es capaz de respetar, comprender, o tan siquiera, reconocer la realidad del otro. Nos guste o no, el guerracivilismo corre por nuestras venas, haciendo del frentismo una parte consustancial a nuestra identidad.

Un pequeño atisbo de todo esto se pudo presenciar durante el desgarro interno que sufrió el conjunto de Orriols en el verano del 2015, provocado por la aparición de Robert Sarver y la apertura del proceso de venta del club.

Por una parte, hubo aficionados y grupos de interés empecinados en que la venta de la mayoría accionarial al magnate norteamericano supondría la salvación económica del club, un salto deportivo, y un modelo de gestión acorde con las exigencias de los nuevos tiempos. En definitiva, un salto hacia la modernidad.

Por el contrario, otros granotas pusieron en valor la viabilidad del proyecto de un Levante en Primera División sin necesidad de transferir la propiedad de la entidad a capital extranjero, y de este modo, conservar la identidad genuinamente valenciana y la posibilidad de decidir y construir su futuro de forma colectiva.

Transcurrido más de un año, la realidad es tozuda. Sarver -tras varios intentos fallidos- consiguió hacerse con un club en propiedad, el R.C.D. Mallorca, y a pesar de las declaraciones grandilocuentes y los fichajes de renombre que suelen acompañar a este tipo de desembarcos, los bermellones sufrieron hasta el final para eludir el pozo de la Segunda División B.

Por su parte, el Levante puso los recursos para configurar la plantilla más cara de su historia, y así, hacer patente el salto de calidad que los dirigentes de la entidad habían prometido de forma recurrente a sus aficionados. Sin embargo, el club que meses antes había decidido autogobernarse en lugar de pasar a manos forasteras, no supo gestionar la opulencia, firmando una campaña paupérrima que terminó en el descenso como colista de la categoría.

Con la tranquilidad que otorga el paso del tiempo, y con motivo del enfrentamiento de este sábado entre Levante y Mallorca, quizás sea momento para que los defensores de uno y otro modelo de propiedad abandonen los maximalismos y los frentes que derivaron de aquella contienda, para centrarse en lo esencial: la construcción de un modelo de club en el que estén representadas todas las voces, y donde no quepa la autocomplacencia ni la endogamia.