Los jugadores del Valencia serán recibidos como en las grandes ocasiones y Mestalla se volcará como si ante el Sevilla el equipo estuviera jugando para ganar la Liga, cuando la realidad sabemos por desgracia que nada tiene que ver. Esto solo lo hace posible el aficionado, el que se mueve por el sentimiento y el amor a un escudo. Hay una imagen que siempre viene a la mente cuando escribo sobre fútbol y sentimientos. Fue hace algunos años, precisamente cuando el Valencia sí se estaba jugando ser campeón de liga. Rubén Baraja había marcado el segundo gol al Espanyol, el de la remontada con diez hombres „porque esos lo eran„ después de que con 0-1 y expulsado Carboni todo parecía venirse abajo. En ese momento de euforia, todo Mestalla enloquecido y los futbolistas también, la cámara hace un barrido por la grada y se ve a una pareja de aficionados ya mayorcitos, diría que cincuenta y muchos, que lo están celebrando como el resto. En un instante, sin embargo, cambia el semblante, juntan sus caras como hace la gente que se quiere de verdad y cierran los ojos los dos al mismo tiempo. Nadie podía ser en ese momento más feliz porque su Valencia había superado un momento límite y sería campeón. Y lo habían logrado todos juntos. Les imagino esta tarde, con casi catorce años más pero todavía bien, con energía, sentados en esos mismos asientos que son los de toda la vida, cuando los títulos y también cuando los años perdidos.

El aficionado, divino tesoro. El único que paga por participar en este espectáculo en lugar de llevárselos como casi todos los demás; el que vive por y para su equipo, y no del equipo. Tiene motivos para sentirse engañado y prueba de ello es que el propietario, el auténtico responsable de la temporada que vivimos peligrosamente, lleva desde el 3 de enero sin dar la cara en Mestalla. Muy preocupado tiene que estar si finalmente decide no honrarnos tampoco esta vez con su visita, hoy que le habíamos vuelto a poner la alfombra naranja hasta la puerta.

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