El Ciutat ha vuelto este domingo a darse de bruces contra la realidad. La de un Levante gripado, sin piezas de recambio ni aceite en el motor, absolutamente negado de cara a portería, algo más que gafado. Un inyector que no carbura, que sin pastillas de freno atrás ni margen de aceleración adelante es sólo corazón. Y eso cuando le da por latir. Un equipo que cuando quiere no puede y que cuando puede no le alcanza con lo que tiene.

Que el colchón se ha terminado es un hecho. Y que el fantasma del descenso planea a sus anchas por todos lados, también. Agobia al club y especialmente a su presidente, atenaza al equipo, desquicia al entrenador e invade de pesimismo a una afición que estuvo ejemplar dando calor en una mañana tan fría como lo fue el partido, sobre todo hasta el descanso.

El actual proyecto deportivo está amortizado y, como bien saben todos los que tienen algo que ver con él, sin un volantazo sobre la marcha se dirige al precipicio. Contra el Celta, esta vez con los supuestos titulares y sin excusas, el Levante volvió a dar la misma pésima imagen en la primera parte que en la debacle de Copa. Con la ley del mínimo esfuerzo y las gotas suficientes de fútbol para conseguirlo, entre Iago Aspas, Pione Sisto y Lobotka se las apañaron para que en el intermedio la sensación fuese que el pescado estaba vendido.

Como casi siempre ocurre en casa, donde los granotas han acabado por transfomar lo que fue su fortín en un gran filón, los puntos volvieron a irse por el sumidero. Que el mejor futbolista del Levante está a a años luz de Iago Aspas se sabía de antemano. La esperanza con la que se contaba, sin embargo, era que al menos el de Moaña no campara a sus anchas. Justo lo que hizo en el gol. Una sencilla apertura que terminó en las botas de Sisto con todo el Levante descuadrado y a contrapie. Una escena dantesca con Doukouré y Campaña viendo el contragolpe con prismáticos, Morales reculando sin fe alguna de llegar a tiempo y Oier, que apenas tuvo que entrar en juego desde entonces, recogiendo el balón de la portería.

Con la defensa al filo de la navaja cada vez que llovía un balón, a partir del centro del campo el panorama era todavía más desolador. Sin que Campaña tuviera presencia alguna, lo que a la postre le costó el cambio al descanso, el campo del Celta fue un cuello de botella por el que el Levante se estrangulaba a sí mismo cada vez que intentaba avanzar, a trompicones y sin rigor táctico. El sueño de cualquier equipo bien plantado: defender al paso y sin mancharse.

Sin ninguno ya de los jugadores sobre los que veladamente pesaba la acusación de haberse escondido tras lo ocurrido contra el Espanyol, lo de quejarse de los pitos y no dar la cara, el Levante trató de quemar sus naves metiéndole al menos en la segunda parte la intensidad que le había faltado antes. Fue así como llegó la primera ocasión. Un avance por el costado izquierdo que fluyó hasta la bota de Boateng, quien a punta de pistola remató trastabillado pero orientado para que Rubén se luciera. Lo normal habría sido empatar en una oportunidad tan manifiesta. Y que un delantero hubiese sido noticia por marcar un gol. El partido, pese a todo¡, estaba para volcarse.

Todo lo anterior fue el advenimiento de los mejores minutos granota, de un tramo potable en el que sobraron méritos para, como mínimo, el empate. Hubo un penalti claro de Roncaglia sobre Doukouré, no pitado, y volvió a tenerla Morales, que reconvertido en segundo delantero la cruzó demasiado. Y entonces sí, con el equipo entonado el Ciutat respondió y estuvo de nuevo a la altura, poniendo de su parte para que a la siguiente Boateng la metiera dentro. Pero nada, volvió a tirarla fuera. Igual que Nano Mesa, recambio de urgencia, remató al poste en una jugada que estaba invalidada. O como Coke, que en la última jugada chutó con todo a favor a las nubes. Que la afición, pese a todo, rompiera a aplaudir en vez de a lamentarse define a la perfección cuál es el estado de alerta en estos momentos.