"Ser el mejor es increíble solo un segundo; después apesta", pensaba Anthony Ervin. Es parte de la historia del norteamericano que se convirtió en el campeón olímpico de más edad con 35 años al ganar el oro en 50 libres dieciséis años, sí, dieciséis años después de su primer título en la misma prueba en Sidney 2000. Por el medio, ocho años lejos de la piscina en los que experimentó con todo tipo de drogas, sobre todo las alucinógenas, tocó la guitarra en un grupo de rock and roll, condujo motos de forma suicida, intentó incluso acabar con su vida y dio tumbos de una ciudad a otra sin un rumbo claro. Por eso cuando anunció su regresó a la competición en 2011 nadie apostaba ni un penique por él. Tras ser quinto en Londres 2012, recupera en Río el oro -también lo perdió físicamente, porque lo vendió para donar el dinero para las víctimas del tsunami en Indonesia- con una demostración de fuerza, pero sobre todo, de eficacia en el nadar. No es el más alto, ni el más fuerte ni el que mejor sale, tan importante en la velocidad. Pero sí el más rápido gracias a sacar el máximo rendimiento a cada uno de sus movimientos. El único capaz de quitarle un récord, el de longevidad, al mismísimo Michael Phelps.

Y qué poco se parecen ambos a pesar de compartir momentos oscuros igual que otros grandes de la piscina como el australiano Ian Thorpe. Anthony Ervin, de padre negro y madre judía y diagnosticado con síndrome de Tourette (trastorno neuropsiquiátrico caracterizado por múltiples tics físicos y vocales) en la adolescencia, es un verso suelto, un espíritu libre en el mundo de la natación. No encaja en el estereotipo de nadador cuadriculado, con un plan que cumple al milímetro. Fue una de las cosas que le alejó del agua cuando había alcanzado la gloria con solo 19 años. Prefería ir a ver un concierto de Iron Maden que a un entrenamiento. Y no soportó la presión de mantenerse como número uno. Sorprendió cuando con tan solo 22 años decidió cambiar la vida de deportista por la de rockero. Incluso dejó de presentarse a sí mismo como Anthony Ervin, sino simplemente como Tony. A sus nuevos amigos ni siquiera les dijo que había sido nadador, mucho menos, su pasado como campeón olímpico.

Los episodios que le siguieron fueron de lo más sórdido. En el fondo, sin el agua clorada solo era un alma perdida. Pero tardó en darse cuenta. Se reencontró con la piscina en Nueva York gracias a un amigo, que le ofreció un trabajo como entrenador. Poco a poco recuperó sensaciones. Volvió a la universidad. Descubrió el amor por la literatura. Y decidió volver a competir sin que nadie tuviera fe en él. Se clasificó contra pronóstico para los Juegos de Londres y fue quinto. Allí se dio cuenta de que tenía que mejorar la salida. Nadando no había perdido sus cualidades de "barracuda", como le definen sus entrenadores. Cuatro años después, ya con 35, ya había hecho historia como el más veterano en lograr el pase a los Juegos en el equipo norteamericano. En la final, las alas que lleva tatuadas en sus brazos le hicieron volar. Volar hacia el oro como un Ave Fénix cuya leyenda nadie encarna mejor que él. La bandera con la que dio la vuelta de honor también le simbolizaba. Acaba en unos flecos, que se movían libres al viento. Ahora sabrá disfrutar de su éxito.