Esta semana una buena amiga me convenció para que me dejara seducir por el poder de la palabra al ritmo que marca el verbo de Albert Espinosa, escritor catalán que necesitaría de una tarjeta de visita desplegable para contarnos a qué se dedica y yo siete vidas para intentar igualarlo (actor, director, guionista de cine, teatro y televisión e ingeniero industrial superior químico). Como con un libro no sería suficiente para demostrarle mi atención hacia la sugerencia, de la noche a la mañana me encontré con sus dos grandes éxitos encima de mi mesilla de noche: Todo lo que podríamos haber sido tú y yo si no fuéramos tú y yo y Si tú me dices ven lo dejo todo… pero dime ven. Ella es feliz y a mí me tocará devorarlos cuanto antes si quiero encontrar respuesta a la interminable pregunta: «¿qué te han parecido?», acompañado por una afirmación cargada de decepción: «no te vuelvo a recomendar nada». Mientras me pongo con ellos, aprovecho sus títulos para referirme a los futbolistas del Valencia con los que no se cuenta y aquel que, a última hora, decidió cambiar el viejo Mestalla por algo tan monárquico y poco futbolístico en los últimos tiempos como el Parque de los Príncipes.

Tú y yo

El enunciado del primer best seller de Espinosa me llevó hasta Éver Banega. Ese talento indomable que a sus insultantes 22 años le ha tocado sostener sobre sus hombros el peso de 50 millones de argentinos que sueñan con dirigir al son de sus pasos el centro del campo albiceleste. Responsabilidad lo llaman y el mero hecho de pensar en todos ellos sentados delante del televisor apretando los dientes intimida. Lejos de arrugarse, Banega afronta cada partido con su selección como si se tratara de un veterano de guerra que comanda un ejército en territorio enemigo. Se ofrece, se mueve, la pide, toca a un lado, bascula, gira sobre sí mismo y sigue el ritmo que marcan los latidos de su corazón. Esa predisposición y aceleración apasiona tanto al otro lado del charco como flagela a orillas del Mediterráneo. Porque Banega es bueno; muy bueno. Un futbolista sublime como pocos en el escaparate mundial que podría devorar éxitos como quien pasea por viveros un domingo cualquiera. En su etapa valencianista, Éver se ha mostrado por momentos capaz de aportar ideas buenas e incluso atrevidas, porque sabe inventar. Además, la ejecución siempre fue impecable: un paso por delante, habilidad, control y pase. Incluso capacitado para alcanzar cotas más altas, en su momento más álgido aportó llegada desde la segunda línea, pegada y gol. Pero le falló la bisagra: en su estado de mayor plenitud futbolística la luz se le apagaba con algún asunto extradeportivo que terminaba por marcarle el resto de la temporada. Se perdía en desconfianza, desplantes, desidia y olvidaba todo aquello que mejor sabía hacer: jugar a fútbol. En poco tiempo, la duda trababa su talento y su enfado duraba eternamente. Por eso, cuestionar su exquisito don sería un sacrilegio para cualquier aficionado. El otro día me decía mi amigo Carlos Bau que no entendía cómo el Valencia iba a cambiar al mediocentro titular de la selección argentina por el suplente de la sub´21 española. No supe qué decirle con el balón de por medio como respuesta y volví a caer en que algunos apasionados siempre consintieron el rugido del indomable fuera de los terrenos de juego a cambio de asegurarse el dominio de la pelota en el campo. Y me dio que pensar. Seguramente, el día que Banega se marche, muchos exclamen al cielo: lo que podríamos haber sido tú y yo si no fuéramos tú y yo.

Todos culpables

Con Miguel nos pasó algo parecido. Estuvimos durante muchos años dorándole la píldora y diciéndole con la comprensión impertinente por todas las partes que su fútbol era infinitamente superior al que limitaba su cabeza. Le llamamos fenómeno de la naturaleza y portento físico capaz de asemejar sus galopadas por la banda a las de un caballo salvaje. Ahí radicó nuestro error: nadie salió al paso para reconocer que existen figuras ecuestres que no son domables. Los que conocemos al portugués sabemos que se trata de uno de esos personajes generosos, buenos y hasta tiernos en su vida cotidiana, que sin embargo escapan de su perfil cuando se meten en acción. Un niño encerrado en un cuerpo de hombre al que durante unos segundos (interminables) se le mete el rugido de un león en el cerebro que le hace capaz de cualquier cosa. Su chispazo conlleva consecuencias brutales para su profesión: se enfada con los rivales, con los asistentes, arremete contra su cuerpo técnico, los compañeros, los vendedores de Coca-Cola y con todo aquel que se mueve en su voraz radio de acción. Por ser una distracción monstruosa y tratarse de un colosal gasto de energía, el primer perjudicado es él mismo que olvida a qué se dedica y a quién se debe (su club y afición). Su prometedor fútbol se derrumba y esa interferencia mental lo hace humano, esa condición donde la crítica sí está permitida. La solución es difícil porque ya no es una promesa (31 años) y termina contrato el próximo año. El error que todos conocimos y que ninguno supimos señalar por no matar a un león sin herir al magnífico futbolista que albergaba en sus adentros.

Olvidándote de ti

Sobre el resto de futbolistas que pudieron ser y al final no han sido no me detendré, pues creo que ninguno de los no citados hizo suficientes méritos para ganarse esa consideración. Más bien, vivieron de los vídeos con los que nos obsequió Youtube antes de su contratación y en los que nunca aparecerán deleitando con sus habilidades vestidos de blanquinegro. Pero como me falta por nombrar el título una novela del pluriempleado Espinosa, utilizaré su enunciado para recordar (espero que por última vez) a Kevin Gameiro. Intentaré ser breve: de su frustrado fichaje me superan un millón de dudas y me acerca a una realidad que invita a creer que no todo está perdido: el valencianismo no es territorio para descreídos. Porque Gameiro se refugió en el amparo de su seleccionador escogiendo el dinero y un futuro más cómodo antes que enrolarse en las filas de un proyecto exigente y competitivo. Entre las incógnitas que me quedarán siempre por despejar en este asunto, prevalecerá por encima de todas aquella que nos vendieron y que todos compramos. Si Gameiro realmente le dijo al Valencia: si tú me dices ven, lo dejo todo… pero dime ven.