Hace apenas un año destacábamos desde esta misma tribuna, y no sin cierta sorna, las palabras del flamante e inglés director de marketing del Valencia, Peter Draper: «Queremos alcanzar a Madrid y Barcelona en cinco años». Viniendo de un alto directivo incorporado al club por orden de su propietario, era de suponer que trasladaba al común de los aficionados la intención de su jefe. Ya entonces, apenas doce meses atrás, parecía pecar de un exceso de ambición rayana en el más completo de los desconocimientos -no se refería a alcanzarlos en la clasificación, lo cual es evidentemente difícil aunque posible si se hacen muy bien las cosas, sino en el modelo de club, algo sencillamente disparatado y menos en cinco años-. Lo positivo por ambicioso dejaba sin embargo un tufo de bravuconería sin fundamento que ofrecía claros motivos para la preocupación.

Pocos días después de hablar Draper, otro Peter -Lim- tomó la decisión de comenzar a deshacer el proyecto con el que había desembarcado en Valencia entre no pocos entusiasmos -entre otros de este mismo periódico, que lo consideró como mínimo un mal menor a la vista de la situación del club tras el llorentinato-. Después de un inicio estruendoso y de la llegada de fichajes ilusionantes y, por tanto, caros, -Negredo, Otamendi, Gomes, Rodrigo, Mustafi, Enzo Pérez-, el club emite su primera señal de debilidad al deshacerse del mejor futbolista de la plantilla sin remitirse a su cláusula de rescisión, único parámetro negociador en circunstancias similares entre los grandes de Europa. Ese primer motivo de alarma, inconsecuente con los planes expansivos del club publicitados hasta entonces, comenzó a dibujar un panorama bien distinto al que muchos, con gran ingenuidad, habían contemplado.

¿Qué sucedió entre aquel desembarco atronador, aquella catarata de fichajes a golpe de talonario para convencer al valencianismo de que «el chino no viene a llevárselo» y el proceso de desinversión posterior que se inició con la salida de Otamendi? Las causas últimas sólo Peter Lim las conoce y, puesto que el propietario del Valencia no ha dado una sola explicación a ninguna de sus decisiones, los demás no podemos más que intentar deducirlas de su comportamiento. Y la conclusión más plausible a la que uno puede llegar es que el señor Lim está asustado. O, más bien, aterrorizado. Llegó a creer, tras cosechar un muy relativo éxito en su primera temporada, que en esto del fútbol lo único que cuenta es el dinero y que con bastante -pero no demasiado para su poderosa chequera- de eso y el peso de un escudo histórico como es el del Valencia, él y su señora iban a poder pasearse de por vida, copa de Ruinart rosé en mano, por los palcos de mayor empaque de la Champions League del viejo continente. Tanto llegó a creerse esa teoría que se deshizo de quienes cimentaron ese relativo éxito y dejó el club en manos de puros especuladores: Gestifute. Vendes a Otamendi y me traes a Abdennour y Santos, tú te forras, yo tengo dos al precio de uno y a seguir tan panchos. Y cuando se abandona la economía real, el duro trabajo del día a día, y se pasa a la mera especulación los resultados suelen ser catastróficos. Bien es cierto que a medio o largo plazo, pero como el Valencia es especial, aquí el batacazo ha llegado casi de inmediato. Y entonces coges tu jet privado y te plantas en Mestalla y ves jugar a Santos, a Mina, a Abdennour y lo que queda de los 30 de Negredo o los 25 de Pérez y te das cuenta de que este año ya no sólo no vas a sentarte en el palco de Old Trafford sino que no estás ni en la Europa League, empiezas a plantearte qué demonios haces tú en una ciudad que no sabías ni que existía antes de todo este lío, en un club que se está comiendo parte de tu patrimonio y en un negocio que no responde a una sola de las variables que se enseñan en las altas escuelas de negocio asiáticas en las que estudian tus ejecutivos.

Se dio cuenta entonces la propiedad de que lo de devolver al club a la primera línea europea era una milonga de Draper porque eso costaba demasiado dinero y dependía de variables muchas veces inexplicables, se llegó a un acuerdo amistoso con Gestifute para cortar la hemorragia y dejar de ser el laboratorio de prácticas de los empleados más incapaces de la sociedad portuguesa y se buscó a un ejecutivo valenciano que, en el impasse actual, gestionase los escombros, equilibrase ingresos y gastos y dejase de convertir al club en un dolor de cabeza permanente. Todo ello a la espera de acontecimientos, que tanto pueden ir en una dirección si por una de aquellas casualidades cósmicas Ayestarán acaba siendo un nuevo Benítez -francamente, uno no lo ve-, como en otra si, como todo parece indicar, la mediocridad de los fichajes y la venta de los mejores futbolistas continúa desangrando una plantilla ya de por sí devaluada.

Y en ello anda García Pitarch, administrando miserias como en los peores tiempos de Manuel Llorente en medio del absoluto desconcierto de una afición que ya no sabe si aplaudir cuando aparece la hija de Peter Lim haciéndose selfies en el palco familiar o tirarse al Turia desde un puente cuando se entera de que el refuerzo para su centro del campo es nada menos que Mario Suárez, uno de los primeros descartes del Cholo Simeone en su aguerrido Atlético. Parecía imposible que el Valencia fichara a un futbolista que no superase las prestaciones de Javi Fuego y Suso lo ha conseguido. La cuadratura del círculo.

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