En una sociedad presa de lo efímero, lo material y lo estético, la imagen que proyectamos hacia el exterior es lo que, en gran medida, nos define a ojos de los demás. Embriagados por ´selfies´ y mensajes cargados de autoindulgencia, las etiquetas son esenciales para ubicar el rol de uno mismo en la era de la aldea global. Nos definimos, y sobre todo, nos definen. Hoy, más que nunca, la percepción es la realidad.

Dentro del microcosmos de la Segunda División española, el Levante U.D. ha quedado señalado por todos como el rival a batir. Es, sin ningún tipo de duda, uno de los grandes favoritos para conseguir el ascenso. Un pesado lastre que el cuerpo técnico encabezado por Muñiz deberá de gestionar con mucha cautela, para evitar los previsibles altibajos que tendrá la temporada.

Más aún cuando el inicio del campeonato está siendo inmejorable, con pleno de victorias, sin goles encajados y transmitiendo por momentos una superioridad aplastante. Hasta el momento, la solvencia mostrada en defensa, las variantes en ataque y el oficio en los momentos clave han dado motivos de sobra al levantinismo para creer en el equipo.

Tras una temporada calamitosa, plagada de penurias, la sonrisa ha vuelto a Orriols. Sin embargo, la lógica urgencia que tenemos los aficionados por volver a ver al Levante en la élite tiene una motivación que trasciende de lo deportivo. El seguro que otorga La Liga a los conjuntos descendidos ha permitido mitigar la caída, y dotar de una aparente normalidad a la situación, pero el ascenso es también indispensable para que el club pueda seguir creciendo, y de este modo, mantener la línea de expansión y estabilidad presupuestaria que ha imperado durante las últimas temporadas.

Por todo ello, el levantinismo en su conjunto debe crear un frente común para lograr el objetivo, transformando la presión en ilusión colectiva.

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