Una tradición accidental consiste en decorar el hábitat del bebé con animales de peluche. El simbolismo de osos, perros, gatos o conejos, y su tan glosada empatía, acompañan los primeros pasos de los más pequeños como confortables compañeros de juego, pero sobre todo como alter egos cuyo mandato social les otorga la función de ir abriendo los ojos ante la vida, e imaginariamente impartir las primeras lecciones sobre el peligro y el fracaso, que siempre reinvierten en un final feliz. Su tacto suave y cálido calma el miedo a la oscuridad...