En un entorno que ruge, el silencio se ha convertido en un bien escaso, difícil de encontrar y, más aún, de saborear. El ruido nos acompaña jornada tras jornada, se nos pega en las vestimentas e impregna nuestros sentidos. Está ahí sin ser invocado. En ocasiones, para huir de él y aislarnos de lo que llamamos el mundanal ruido, enfundamos nuestras orejas con auriculares cada vez mayores. Y los oídos se saturan de notas musicales, de noticiarios, de discursos ocurrentes o de transmisiones deportivas. ¿Dónde cabe el silencio? La vuelta a casa representa a diario un final de trayecto. El hogar se erige en un castillo particular, nuestro fortín, el búnker aislante frente a los decibelios disparados. Por eso, cuando alguien se permite invadir nuestro espacio más íntimo con sus gritos, sus sintonías, sus taladros, sus golpes y torpezas, lo consideramos alta agresión...