En mis años universitarios viajé bastante con una amiga que tenía la costumbre de adquirir souvenirs ostentosos y nada sutiles en cada uno de nuestros destinos: una camiseta con una torre Eiffel de strass en París, un bolso con las pirámides en Egipto y una gorra con el logo del metro en Londres. Lo sutil no le interesaba nada. "Ya que he estado aquí, que se note", me respondió una vez que le pregunté por su curiosa fijación. Este año presencié una escena similar en un contexto (aparentemente) opuesto: Art Basel, la feria de arte contemporáneo más importante del mundo. Una pareja británica observaba extasiada un Picasso raro, un desconcertante retrato femenino de los años cuarenta perteneciente a uno de esos interludios de calma académica que acometían al malagueño entre ismo e ismo. Los potenciales coleccionistas debatían si podían permitírselo hasta que la mujer zanjó el asunto: "No sé si quiero gastarme tanto dinero en un Picasso que no parezca un Picasso". Touché...