Decía Hitchcock que lo importante de un actor era que su fisonomía transmitiera los atributos del personaje. Gabriel Rufián (Santa Coloma de Gramanet, 1982), con sus ojos pequeños e incisivos, su porte de rocker de periferia -a medio camino entre una criatura de Loquillo y el Dandy del extrarradio al que cantaban Sidonie- y su retadora pausa al hablar, se ha convertido en uno de los rostros más conocidos de la política, el enfant terrible del Congreso de los Diputados. Para el observador español es algo así como el poli malo del independentismo, la contraparte del paternal viejo marinero Joan Tardà que encarnaría todo lo afable. Ataviado con sus camisetas de Harry Potter, es el ariete de la nueva política de ERC ante la sonora irrupción de las formaciones de Pablo Iglesias y Ada Colau. Paradójicamente, su personalidad es poco expansiva. Hijo único, se crió rodeado de adultos (mujeres, subraya él) y tardó en hablar. Necesitó un logopeda para arrancarse y no lo cogió con entusiasmo...