Cuando @antoniolorenzo inició la curiosa experiencia del #DíaSinMóvil el pasado año debo reconocer que me pareció una frivolidad. Lo primero que me vino a la cabeza fue que algunos -perdona Antonio- estaban llevando demasiado lejos el tema de nuestra adicción por el móvil. "A alguien se le está yendo la pinza" me dije. Y puesto que llegué tarde a la edición de 2014, me propuse experimentarlo este 2015. Aunque mis ocultas intenciones no encerraban nada bueno. Yo iba a demostrar que todo eran exageraciones, que estar un día sin móvil es llevadero y en absoluto traumático.

"Se van a enterar estos agoreros anti telefonía. No es para tanto". Y hete aquí que, armado de valor y blandiendo mi iPad en una mano y el portátil en la otra, me autoproclamé el paladín defensor del teléfono móvil, justiciero caballero de la verdad de las ondas hertzianas y señor de la honrosa causa de las pantallas digitales.

La noche anterior al 8 de julio, antes de irme a la cama, apagué mi teléfono y lo guardé en un cajón. "Ahí te quedas majete. No quiero verte en todo el santo día" le decía a mi €€€. -introduzca en la línea de puntos la marca que más le apetezca-, como si este pudiera responderme. Y así, casi sin darme cuenta, amanecía un nuevo día. Nuevo y sin teléfono.

La mañana empezaba bien, al menos durante el desayuno. El iPad, ese fiel compañero y sustituto de mi habitual pareja digital, se prestó a todo lo que mi lascivia tecnológica quiso. Pude leer algunos emails, tuitear, leer la mejor información del momento en esta misma web€ -momento autobombo-. Y llegó el momento de salir a la calle. Sin el móvil.

Todo bien, sin novedad. "Le voy a restregar a Antonio Lorenzo que lo del día sin móvil es una memez". Y así fue como las horas iban pasando y, pese a la lluvia, el sudor iba cayendo por mi frente, sin un simple smartphone que llevarme a la boca. Esto no pintaba bien. Nada bien.

Entonces me perdí, y tuve que preguntar a la gente que iba por la calle dónde estaba la cafetería que andábamos buscando. ¡Preguntar a un desconocido! ¡Menuda desfachatez! Pero lo peor de todo es que€ ¡me respondieron amablemente! ¡Pese a no conocerme! Esto no me gustaba. Mis esquemas se rompían en mil pedazos ante semejantes muestras de amabilidad. Y así fue como, algunas amables respuestas después, llegamos a nuestro analógico destino.

"Os hemos enviado un WhatsApp con la localización del café". "A buenas horas" pensé mientras empezaba a maldecir la idea de pasar un día sin móvil. Eran las 12 de la mañana, y ojeando el periódico -ese curioso objeto impreso en papel que también informa sobre la actualidad, y cuya cabecera es igualita a la de esta web- descubrí un interesante anuncio. "Hay que tuitearlo" me dije. Mientras mi mano buscaba sin éxito en mis pantalones el inexistente teléfono, mi corazón daba un vuelco que casi me deja sin sentido. "No llevo el teléfono, ¡lo he perdido". Mi habitual memoria de pez me jugó una mala pasada al no recordar que, voluntariamente, había dejado el teléfono en casa.

Maldito @antoniolorenzo y sus malditas ocurrencias.

Pasaron así las horas, interminables, lentas, pesadas, y el segundero de mi reloj digital -pese a mitigar ligeramente mi adicción digital- iba más lento que nunca. Ni el iPad, ni el portátil, ni ninguno de los gadgets que me acompañan habitualmente en mis viajes podían sustituir el suave y aterciopelado tacto de mi teléfono. Mi preciado tesoro digital, capaz de ensombrecer al mismísimo anillo y hacer morir de envidia al Gollum de la Tierra Media.

Y de repente sucedió algo inesperado, un hecho que no habría imaginado ni en un millón de años ocurrió allí mismo, ante mi atónita mirada: las conversaciones empezaron a tener un interés inusitado. Las voces de las personas gozaban de una profundidad que hacía mucho tiempo no escuchaba y el silencio digital, carente de vibraciones whatsapperas, me permitía escuchar lo que realmente importa: a las personas. Mis acompañantes reían, gesticulaban, opinaban e incluso me llevaban la contraria. ¡Qué agradable experiencia es discutir algo cara a cara, sin tuits de por medio!

Conversaciones inteligentes, absurdas, divertidas, anodinas o interesantes. Todas me fascinaban. Hablaba con conocidos, desconocidos, hombres y mujeres. Todos eran interlocutores válidos. Niños, abuelos, jóvenes y no tan jóvenes se convirtieron en la diana de mis comentarios, preguntas y locuciones. Y la gente respondía de forma amable, disfrutando de la conversación e incluso invitándote a repetir esa experiencia basada en una capacidad tan simple como antigua: hablar. Pero no por teléfono. Hablar en persona.

Así, tras una de las jornadas más entretenidas y apasionantes que recuerdo, llegaron las 12 de la noche. Había conseguido sobrevivir a un día entero sin elmóvil, y pese a esa crisis inicial provocada por la adicción digital que sufrimos -y que sufres-, el día había sido magnífico. Soberbio. Único.

Cogí entonces el teléfono del cajón. Estaba frío, inerte, sin vida. Era hora de volver a encenderlo. "Aunque bien pensado, igual lo dejo apagado hasta mañana" pensé. "Prolonguemos un poco más la agradable sensación del contacto humano".