Creo que no acabó de entenderse una cosa sobre el Tino que escribí hace poco. Me pasa que tengo la idea clara en la cabeza pero acabo haciéndome la picha un lío y el personal no entiende nada. Pido perdón. Cuando el otro día escribí algo así como que en el Valencia se ha acabado la sangre azul —«cuando las lágrimas de los marqueses rieguen la tierra de lo siervos»— y que el Tino Costa, un currante de la vida y del fútbol, representa a la perfección el Valencia del que siempre me ha gustado escribir, me refería a lo que vimos en Turquía pero con menos goles. Trabajo, ilusión, solidaridad, concentración, hambre, ganas...

Ya no somos ricos pero somos honrados, como Topal y como el Tino Costa. Del primero me gusta su oscuro pero efectivo trabajo. Y también el equilibrio que le da al equipo y las ayudas a los laterales. Del Tino Costa digo más, digo que me siento orgulloso de que juegue en mi equipo. Ayer, cuando acabó el partido y mi compañero Pascual y yo marcamos el número de teléfono de una vivienda de Las Flores, —en la provincia de Buenos Aires—, una voz alegre nos atendió al tiempo que intentaba hablar entre sollozos de alegría. Ahí me di cuenta de que esta historia no puede terminar mal. Emocionado y lleno de empatía ante la alegría honesta que se desbordaba desde el otro lado del teléfono, llamé a un colega de esos que saben de fútbol de verdad y me reventó el final de la opinión. Quería terminar con «Hasta luego cocodrilos...» por el meneo que les dimos ayer a los turcos, pero me veo obligado a poner esto: «Mira Carlos, todo el mundo anda como loco con el Tino, pero lo mejor no fue su gol y la falta que tiró al palo. Lo mejor del Tino fue que con 0-2 se pegó una carrera en defensa que salvó el 1-2». Y tiene razón.