Parecía inquieto porque pasaban ya once minutos de las diez de la mañana y Juan todavía no estaba en la mesa de siempre, la de la terraza de fumadores cuya pérgola transparente permitía espiarle con todo lujo de detalles. Y Juan es puntual. Si no ha llegado todavía es porque algo pasa. Y en verdad algo pasaba. El cielo tenía un color especial y el día era puro como el agua clara. Las calles respiraban más ruidosas que de costumbre, pero era otro griterío. No se escuchaba 'ja m'ha cagat en les sabatetes' ni cláxones bufando repetidamente con la única intención de tocarle las narices al del coche de delante. València hablaba diferente y eso alimentaba la expectativa del viejo nuevo Mestalla.

Por fin lo sintió llegar. Como buen valenciano Juan era chillón, y como toda la ciudad, ese día chillaba más. En cuanto giró la esquina lo vio radiante, le faltaba cera y saludaba a todos. Era la felicidad con patas y gafas de sol. Mientras se dirigía a su mesa de siempre, llevado por la inercia de la euforia, le dio tiempo a echar un vistazo dentro del bar y... ¡bingo!, como esperaba, allí estaba el capullo de Florentino, un madridista insoportable que el día anterior se dedicó a criticar al Valencia CF con el único ánimo de encabronar a Juan. Lo conseguía siempre. El viejo nuevo Mestalla también pensaba que Florentino el madridista era un imbécil. De los grandes. Un tipo con mala follà, como dicen los duendecillos chillones que llegan desde los pueblos. El viejo nuevo Mestalla se desvive por sus duendecillos chillones y nada le gusta más que verlos felices. Juan es uno de ellos, por eso le gusta espiarle cada mañana. Por eso y porque lleva el SUPER para almorzar. Leen el periódico juntos todos los días aunque Juan no lo sabe. O mejor dicho, no sabe que lo sabe. No sabe que comparte experiencias con el nuevo viejo Mestalla y que son parte de un conocimiento adquirido de manera innata que queda grabado a fuego en una memoria colectiva alimentada generación tras generación por puros sacerdotes de amor desde el 18 de marzo de 1919.

«¡Bravo!», exclamó, empate a dos contra el Betis, podrá celebrar el pase a la final con sus duendecillos chillones. El día en que leyó que él no era el elegido para albergar la final lo pasó mal. El viejo nuevo Mestalla sabe que es el más veterano de los estadios de primera divisióny esperaba que en el año del centenario del club le concedieran el privilegio de organizar la final de Copa, detalle que sí tuvieron con el Santiago Bernabéu. Aunque estaba acostumbrado al diferente rasero, aquello le jodió. Al viejo nuevo Mestalla no le caía bien el Bernabéu. Como Florentino el tocapelotas de Juan, era un estúpido altanero. Esperó paciente a que Juan abriera el periódico para saber con exactitud la fecha y hora del partido de vuelta: jueves 28 de febrero a las nueve de la noche. No quería leer nada más. Cerró sus viejos ojos y se dejó llevar...

Antes de las seis de la tarde del jueves 28 empezaron a llegar desde todas las calles con bufandas y banderas. Y felices. Eso necesitaba él, verlos felices. No aspiraba a otra cosa. Noches mágicas como la de Getafe son energía que le mantiene vivo esperando el día del derrumbe final con la dignidad del que ha vivido el gol de Forment, los de Baraja al Espanyol o los de Fernando y Robert al Real Madrid.

«No hay nada hecho» decía la portada del periódico. Le gustó porque eso significaba que seguía siendo útil. Y «Mestalla será clave para que el Valencia CF se meta en la final de Copa» decía el loco de la guitarra en la página de atrás. Le resultaba gracioso el de la guitarra porque parece un sonado de la vida pero no lo es€ Los duendecillos chillones me necesitan pensó. El viejo nuevo Mestalla se sintió vivo y para cuando fueron las nueve de la noche estaba preparado para volver a descargar su energía. En cuanto Dani Parejo puso el primer pie sobre el césped un temblor arrancó desde tribuna para inundar todo el graderío y Pepito, el hijo de Juan, miró a su padre que presa del éxtasis nada detectó, él sí había sentido un temblor y le vino a la mente el despertar del Cracken en Piratas del Caribe. El seísmo tomó el Gol Norte y el Sur, Anfiteatro, Sillas Gol y la Grada Numerada, bajó hasta sectores y escapó hacia la Avenida de Aragón y la de Suecia para conquistar la ciudad, que aunque algunos se empeñen, siempre ha sido y siempre será blanquinegra. Y temblaron los columpios de cada parque y vibraron las aceras de las calles, desde la Gran Vía Marqués del Turia hasta Fernando el Católico, pasando por Campanar, el Carmen, la Pechina y Constitución, como la canción de Los Benito. Los árboles del viejo río espantaron a sus pájaros, los perros se acurrucaron mirando al cielo y los gatos saltaron erizados a las cornisas de las ventanas.

Hasta las televisiones de las casas y los bares parpadearon mientras el Valencia CF saltaba al terreno de juego. Todo lo envolvió una energía acumulada que nadie ha explicado mejor que Rafa Lahuerta precisamente en Últimes Vesprades a Mestalla, «una energía que adoptó la forma de rugido, un rugido que no admite réplica. El rugido de Mestalla asombra por su contundencia. Es un rugido de varias generaciones. Vertical, bronco, incontenible cuando se desborda». El viejo nuevo Mestalla rugió como si fuera la última vez y con la fuerza épica de un anciano orgulloso que ha entendido por fin y para siempre el sentido de su existencia. Pisó fuerte y bramó A-MUNT para llevar a su Valencia CF hasta la final de la Copa del Rey una vez más. Porque siempre se levanta.

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