Aquel año hubo una epidemia en la ciudad y los balcones se llenaron de banderas. Todavía nadie sabe bien la razón, pero a cada día amanecía una en un nuevo balcón hasta el punto que muchos empezaron a imitar a los otros sin más estímulo que el de sumarse a una causa espontánea y desmesuradamente ruidosa que no tenía otro final que hacer ruido. Mucho, mucho ruido, pero no cualquier ruido. De entre todos, algunos querían carnavales y solo encontraron fatalidad, los mismos que tiempo después, de tanto ruido como hicieron, no escucharon el final y nada saborearon. Y se quedaron en sus ruidos de abogados y amenazas. Ruidos chillones pero pasajeros, sin más sustancia detrás que el interés de hoy. Y si acaso el de mañana. Pero la epidemia en la ciudad ya era imparable y el ruido era compartido de manera sincera y desinteresada. Era un ruido blanquinegro, de previas y goles, de abrazos y celebraciones. De recuerdos y añoranzas que miraban al futuro. Ruido de cristales y brindis, ruido escandaloso y silencioso ruido. Ruido de tracas y carcasas. Ruido que huele a pólvora. Y claro, ruido acomplejado y del pasado había también. Ruido rateril. Y aspirante.

Mientras, el ruido de verdad seguía su particular contagio empeñado en acabar con la leyenda de que todos los finales son el mismo repetido porque aquel debía ser de ruido de verdad, de ese que se distingue entre el ruido envenenado y mentiroso porque es puro y contagioso y se empeña en encontrar el final feliz porque nació sin complejos ante el pasado descastado. Y la epidemia de banderas siguió adelante sin miedo y el ruido creció hasta ser rugido, que en esta historia, cuando uno pasa a ser otro, es porque el primero es verdadero y el segundo no tiene techo, "atruena y no admite réplica. Asombra por su contundencia. Es un rugido de varias generaciones. Vertical, bronco, incontenible cuando se desborda". Y cuando todos los ruidosos que esperaban al rugido se juntaron, ese día se borraron las pisadas, se apagaron los latidos, y con tanto rugido no se oyó el ruido del mar. Se escuchó, eso sí, el rugido del viejo nuevo Mestalla bramando al cielo para mostrarle al mundo la Copa del Rey Copa del Reydel más bronco, copero y ruidoso de cuantos clubes de fútbol hayan nacido entre el tiempo atrás con la única voluntad de querer llegar. Y el rugido que fue ruido alimenta ahora la llama para que siga ruidosa generación tras generación en busca de otro rugido final. 2019. PD: Esto es culpa de Fito y Coque Malla por versionar a Joaquín Sabina. ¿Quién podía resistirse?