No. No he querido salir a correr este 2 de mayo. Ni yo ni mis zapatillas, a quienes nos gusta más huir de la ciudad para hacerlo. Después de casi 50 días confinados, y con una invitación a todos los runners para salir en solitario a unas horas determinadas y no cuando nos venga en gana, hemos preferido seguir quedándonos en casa un día más. Una opción tan válida como la otra. Faltaría más.

Sin objetivos ni carreras a la vista, con el coronavirus ahí fuera, invisible y sin vacuna ni medicamentos capaces de frenarlo, con las posibles rutas cercanas sembradas de corredores y paseantes, y quizá y aún más importante, con el físico en barbecho desde la semana en la que nuestro mundo conocido se desmoronó, vemos prudente dejar pasar la ocasión. A pesar de no haber terraza o jardín que hubiera aliviado el confinamiento. Tampoco hay tanta urgencia. El paseo con los niños puede ser suficiente escape mientras no podamos alejarnos de la urbe en busca de espacios amplios en llano, o mejor aún, con esos desniveles en múltiples grados que amenizan y endurecen cada salida.

El 1 de marzo, afortunadamente, pudimos cargar baterías mis zapatillas y yo con una exigente media maratón entre calles y huerta. Nos supo a gloria, aunque ya había sensaciones raras. Ahora no sabemos cuándo será la próxima. Ni cómo. Habrá que esperar a domar al bicho. Ojalá sea pronto. Antes de eso, seguro que saldremos a correr. Igual que tantas otras veces. Pero todavía no...