Más de quince mil personas salieron a la calle en Gijón el 19 de junio de 1952 para manifestar su repulsa por el asesinato machista, considerado entonces crimen pasional, de una joven de 17 años, Herminia Giménez Manzano. La ciudad se volcó el día del sepelio para acompañar la comitiva fúnebre que discurrió desde la calle El Molino (actual Emilio Tuya) hasta el cementerio de Ceares. Personas de diferentes clases sociales llegaron de todos los cardinales de la villa gijonesa. En algunos talleres las operarias abandonaron su trabajo durante una hora para presenciar a pie de calle el paso de la comitiva fúnebre.

Desde la calle Ezcurdia hasta la del Molino, una enorme riada humana fluía incesantemente. Se concentraron en Gijón, aseguraba la prensa de la época, “casi la totalidad de los gitanos residentes en Asturias”. No en vano, la joven, que destacaba por su belleza y alegría, era la sobrina del patriarca de esa etnia en Asturias y su asesinato encogió el corazón de la ciudad. Han pasado casi 70 años y, aunque la historia ha caído en el olvido, su familia busca que no muera su recuerdo y la mantiene bien presente en su memoria. Su sobrina nieta Rebeca Barrios se ha convertido en guardiana de su historia. “Yo de niña escuchaba conversaciones entre mi abuela y mi madre. Y me impactó mucho porque contaban que la habían asesinado junto al parque de Isabel La Católica y yo allí iba a echar pan a los patos”, recuerda antes de contar que Herminia era hermana de Adela, su abuela materna.

Cuando mataron a Herminia se sentía ya la llegada del verano a Gijón, la ciudad bullía. En la Gran Vía (ahora avenida de Portugal) se había instalado el Circo Americano con un espectáculo sobre los cosacos del Zar y Miguel Strogoff, con equilibristas y con los celebres payasos hermanos Tonetti. Había verbenas en Álvarez Garaya. En los cines se proyectaba una película de Lola Flores. El Real Gijón de Molinucu luchaba por la permanencia en Primera División. En los terrenos del Humedal se celebraba el mercado de San Antonio y allí, el viernes 13 de junio, compró Dámaso Giménez por 8 pesetas el cuchillo de 14 centímetros de hoja con el que acabaría con la vida de su prima, a la que pretendía. El 17 de junio Dámaso llevó el cuchillo a un afilador de la Plaza del Sur. Cuando fue a recogerlo por la tarde pidió que le sacaran más punta. Y desde allí se fue a buscar a Herminia. Dámaso también había visitado ese viernes a Carlos Roibás, un joyero de la ciudad con el que Herminia se veía.

“Musa gitana”, “Musarañita” o “Gitanilla” fueron los apodos con los que la prensa de la época se refirió a Herminia Giménez, de la que se decía que “se había ganado el afecto de los gijoneses por su carácter franco y bondadoso”. En la mañana del crimen algunos vecinos la vieron alrededor de la casa cantando alegremente. “Era la alegría de nuestro barrio”, declaró una mujer, compungida.

Pero la suerte de Herminia, la musa gitana, se acabó el 17 de junio cuando su primo Dámaso la apuñaló vilmente junto al río Piles.

El hecho de que la joven no quisiera aceptar la pretensiones de su pariente y se dejara acompañar por un conocido joyero de Gijón le devuelve a su sobrina nieta la idea de que Herminia buscaba una libertad que en aquellos años no pudo encontrar. Siente que le cortaron las alas. “A lo mejor yo estoy haciendo lo que ella no pudo hacer; por ejemplo, yo me casé con un payo”, reflexiona antes de recordar que varias hermanas de Herminia tuvieron una vida que ella seguramente soñaba. “Viajaron a Venezuela y Argentina, conocieron mundo, se casaron con quien quisieron, tuvieron una buena vida”, recuerda mientras, una vez más, pone flores en memoria de su tía abuela junto al río Piles, en la zona donde las crónicas cuentan que fue asesinada.

La sobrina del patriarca de los gitanos de Asturias fue asesinada por su primo, condenado a 30 años de cárcel

“Me mató porque yo le dije que no le quería”, fueron las últimas palabras de la víctima mientras yacía tendida junto al río. Así lo atestiguó Argentina Suárez, la primera persona en llegar a su lado. Unos minutos antes, Herminia y Dámaso habían salido de su casa en la zona conocida como “El Corralón”, aunque ella había intentado en vano no acudir, primero, o hacerlo acompañados de otro gitano. Dámaso era alto, fornido y tirando a rubio. Era vecino de Siero, tratante de ganado y de mala conducta. Esa noche, portando el cuchillo bien afilado, intentó de nuevo convencer a Herminia de que fuera su novia y luego se casaran. Ella rehusó porque, según aseguraron sus hermanas, le tenía miedo y no quería casarse con un gitano. Algunos testigos presenciaron la discusión previa al apuñalamiento.

La primera cuchillada la recibió estando frente a su agresor, cara a cara. Dámaso introdujo con fuerza el cuchillo en su vientre e hizo un movimiento de rotación con la mano que convirtió la herida en mortal de necesidad. Ella se inclinó cayendo al suelo y él le asestó el segundo golpe, esta vez en la espalda. Intentaron auxiliarla en primera instancia Argentina Suárez y Belarmina Fernández. Sus gritos alertaron a otros vecinos. Uno de ellos intentó extraer el cuchillo, cosa que no logró hacer porque estaba profundamente clavado.

Un pequeño coche negro, conducido por un vecino de Oviedo, trasladó a Herminia hasta la Casa de Socorro, en la avenida de la Costa. Los médicos apreciaron que la herida en el vientre había producido varias perforaciones intestinales. También tenía una herida en la región escapular derecha que afectaba a la pleura y a la parénquima pulmonar. Se requirieron grandes esfuerzos para extraer el cuchillo de la espalda. La intervención quirúrgica duró dos horas, hizo falta cloroformizar a la paciente en dos ocasiones. Mientras era operada, una multitud rodeó la Casa de Socorro manifestando su conmoción por lo acontecido. El estado de la herida fue calificado por los doctores de gravísimo. Sus padres, Gregorio y Miguela, pudieron verla unos instantes antes de que fuera trasladada en una ambulancia al Hospital de Caridad de Jove. La acompañaron dos jóvenes señoritas que se ofrecieron a donar sangre. Los intentos de unos y otros no fueron suficiente para salvarla. Falleció a las nueve de la mañana del 18 de junio sin recuperar el conocimiento. Murió tras ser brutal y vilmente acuchillada en un día nublado y con amenaza de lluvia. Los periódicos locales hablaban de un drama pasional, pero fue asesinada por un hombre que decidió que era suya o de nadie.

Tras las cuchilladas comenzó la huida del asesino. Escapó por la carretera del Infanzón, huyó caminando por campos y montes en dirección a Siero. Pasó parte de la noche en La Collada, a cinco kilómetros de la Pola, y en las primeras horas de la madrugada se ocultó en las cercanías del cementerio. Rezó y pidió perdón ante la sepultura de su madre, fallecida cuatro años antes, y después merodeó alrededor de la casa de su padre. Hacía horas que le buscaban tanto la Guardia Civil como todos los gitanos de Asturias. Algunos vecinos le vieron por la zona. Dámaso estaba descalzo, en el cuello tenía una herida y la camisa presentaba huellas de sangre. Dicen que, ya informado de las consecuencias de su agresión, se le vio abatido. Se intentó entregar a un guardia civil que vivía junto al matadero municipal, pero no lo encontró en casa. Fue detenido a la una de la tarde del 18 de junio. Se entregó sin oponer resistencia y fue conducido al cuartelillo de la Pola a la espera de su traslado a la prisión gijonesa de El Coto. Las autoridades establecieron una estrecha vigilancia para evitar incidentes, ya que por la zona empezaba a congregarse un buen grupo de personas de su misma etnia. Por la tarde, el padre de Dámaso llora a las puertas de su casa en Siero.

Rebeca Barrios, su sobrina nieta: “Siento que tengo una conexión especial con ella, es una mujer de mi linaje”

Mientras, las muestras de duelo son constantes en la casa de la familia de Herminia. Se agotan las flores para hacer coronas y cubrir el féretro. Un cesto colocado en el velatorio se colmó de monedas. Todos los que tuvieron la ocasión de contemplar el cadáver vieron que sobre él se habían colocado unas tijeras, con las puntas en dirección a los pies de la finada. Cuenta la prensa de la época que es un símbolo o maldición gitana: se desea que el agresor y causante de la muerte corra la misma suerte que la niña asesinada. Eran momentos de ira y de duelo.

Don Gregorio, el padre de Herminia, profundamente emocionado, agradeció después al pueblo gijonés la impresionante despedida tributada a su hija y aseguró que las manifestaciones notorias de duelo fueron un pequeño consuelo ante su terrible drama. Al día siguiente el periódico “La Voluntad” publicó un poema firmado con el pseudónimo “Payo Antonio” dedicado a la musa gitana. La primera estrofa del soneto rezaba: “Musa, gitana de viento, / gitana de cobre fino. / Yo te vi como una reina / joven de blancos vestidos, / y por tu carne morena / un rojo de sangre y ruido. / En la quieta incertidumbre / de tus dos ojos dormidos / yo vi la trágica pena / de aquel suspirar del río. / Musa gitana de cobre, / yo que te vi, no te olvido”.

El juicio. Apenas han pasado nueve meses del crimen cuando todos los protagonistas principales y secundarios de esta historia, a excepción de la malograda Herminia, se ven las caras en la Audiencia Provincial de Oviedo. Es el momento de juzgar al asesino. Su entrega a la Guardia Civil evitó una venganza anunciada. Dámaso Giménez llega esposado, escoltado por agentes de la Policía Armada. Viste traje de color averdosado, zapatos negros, gabardina abotonada de arriba abajo, camisa y corbata, y se cubre con un sombrero nuevo, a la moda, color café, bajo el que hay una cabeza rapada. Cubre sus ojos con unas gafas ahumadas y su semblante aparece pálido. Entra en el edificio entre el murmullo de los asistentes y algunos insultos. Cuando a una de las testigos, Argentina Suárez, le preguntan si le reconoce, al verle de esas trazas dice que “está disfrazado”. En la sala no queda un solo sitio libre y se ocupan por completo los pasillos de la Audiencia, habiendo disputa incluso para conseguir un puesto al lado de las puertas, con el oído pegado a la madera.

Declaran una treintena de testigos. Entre ellos el padre de la víctima, que califica a su sobrino de “hombre sin escrúpulos”. La madre de Herminia, Miguela Manzano, cuando llega su momento de testificar, logra coger el cuchillo que está en la mesa del secretario de la sala y se abalanza sobre Dámaso. Le llama criminal y pide que se haga justicia. Fue retirada en brazos de los guardias. También se encaró con el acusado su cuñada Natividad Giménez, que le llamó sinvergüenza, criminal y asesino y se despidió de él con un contundente: “Vale más que la tierra te trague vivo”.

Dámaso Giménez apoyó su defensa en insistir en que estaba casado con Herminia desde el día antes del crimen, argumento que parece le hubiera otorgado el derecho absoluto sobre su vida y su muerte. “Me hacía semblantes y cantaba y bailaba, despreciándome”, aseguró, para incidir en que el día del crimen le dijo: “Te odio y me das asco”. Nadie intentó rebatir esa línea argumentativa por su falta de importancia de fondo. La virtud de Herminia fue objeto de debate durante toda la vista oral ya que el crimen en sí, las cuchilladas, fueron admitidas en todo momento por el acusado. Y en la misma línea, la de poner sobre la mesa el honor de Herminia, fue interrogado su pretendiente payo, el joyero de Gijón. A la pregunta de si era su novia, respondió: “la acompañaba”. Dijo de ella que era “buena y formal” y que “vestía como una señorita”. Cuando le preguntaron si sabía que tenía un novio gitano respondió: “Si lo supiera no hubiera andado con ella puesto que sería un peligro,”.

Tras la celebración del juicio, en la puerta de la Audiencia un grupo de gitanos armados con palos y hasta con alguna navaja intentó agredir a Dámaso. La Policía Armada evitó su linchamiento, disolvió los grupos y el acusado volvió sin novedad a prisión. Una semana después la sección segunda de la Audiencia Provincial dictó sentencia. Dámaso fue condenado a 20 años y un día de reclusión mayor y a indemnizar a los herederos de la víctima en la cantidad de 30.000 pesetas. La sentencia reseña la virtud de la joven, “que en ninguna ocasión accedió a las pretensiones amorosas de su primo”, que la requirió con “tenaz insistencia”. En la Feria de San Antonio, en la misma en la que Dámaso compró el arma homicida por 8 pesetas, se vendió un burro por 3.000 pesetas y un caballo alcanzó el precio de 6.000. Los Giménez eran tratantes de ganado y la autoridad judicial estableció que el precio a pagar por la pérdida de su hija de 17 años fuera 20 años de cárcel y el equivalente a diez burros o a cinco caballos.

Rebeca Barrios dejó aparcada esta historia en un rincón de su memoria hasta que, ya siendo madre, volvió con sus hijos al parque de Isabel La Católica. Desde entonces sigue indagando en la historia de su tía abuela: “Siento que tengo una conexión especial con ella. Es una mujer de mi linaje que, desgraciadamente, murió en manos de un… no sé cómo nombrarlo, asesino”. Las pocas personas con las que ha contactado que conocieron personalmente a Herminia le aseguran que hay cierto parecido físico entre ellas. Y a medida que va descubriendo detalles sobre la breve vida de su tía abuela, asesinada con solo 17 años, se acrecienta su conexión con aquella “musa gitana” que despertó la simpatía de Gijón en los años 50 y que motivó que las mujeres abarrotaran su funeral porque ya entonces todas sabían que estaban especialmente expuestas a la crueldad masculina, a ese arrebatarle a una mujer la vida con la única excusa de “es mía”.