Dice Haruki Murakami, otro de esos merecidos aspirantes a Nobel de literatura, en su ensayo ´De qué hablo cuando hablo de correr´ que le gustaría que en su epitafio figuraran tres sencillas palabras: NOVELISTA Y CORREDOR. Lo primero porque es lo que le ha dado de comer a lo largo de la mayor parte de su vida. Lo segundo porque es lo que más le gusta hacer. Como tantos otros, Murakami sucumbió hace mucho tiempo a ese gusanillo puñetero que, sin darnos cuenta, se nos cuela por una rendija para hacer que nuestra vida pase a girar, casi hasta la obsesión, en torno al bendito mundo de la carrera a pie.

Sí, mañana saldré a correr el Maratón de Valencia. Lo haré con la primera intención de terminarlo, igual que los otros siete mil participantes. Y con el objetivo último de mejorar mi marca personal, como la mayoría de mis compañeros improvisados de mañana de domingo. Porque el gusanillo es voraz y siempre quiere más. Ese maldito espíritu competitivo, tan primario y animal, que todos llevamos dentro y contra el que perdemos todas las batallas.

Quien nunca ha corrido un maratón se pierde una de las grandes emociones que nos ofrece el estar vivo: la satisfacción, casi en estado puro, de ver un esfuerzo recompensado. Ninguno de los siete mil atletas que saldremos a corretear mañana con la fresca ha tenido un camino fácil para llegar a las calles de Valencia. En mi recuerdo, con especial nitidez, los treinta grados de las ocho de la mañana de aquellos ya lejanos días de julio en que empezaba a acumular kilómetros en medio de un calor subsahariano. O las más recientes vueltas por el parque, junto a mi compadre Juan Gasch, en las noches lluviosas de este noviembre que acaba, preguntándonos, con los pies empapados y los charcos creciendo minuto a minuto, por qué lo hacíamos.

Han sido casi dos mil kilómetros de entrenamiento en apenas cinco meses, seis días de tajo de cada siete, durante los que uno tiene tiempo para hablar de lo divino y de lo humano. Compañeros de fatigas más o menos esporádicos, durante rodajes eternos por calles, carreteras y caminos, me preguntaban por los futbolistas profesionales, esos «hombres de negocio en pantalón corto» de los que habla Martin Page en ´Cómo me convertí en un imbécil´, y yo prefería guardar silencio y seguir corriendo. No es bueno mezclar churras con merinas. Y así un día tras otro, tras otro y tras otro, incapaz de explicarle a quien no ha sido inoculado con la fiebre del corredor de fondo las razones de tanto kilómetro.

Así que mañana habrá siete mil circunstancias en zapatillas de deporte disputándole un lugar a los coches en las calles de Valencia. Y todas, creo, merecen su reconocimiento. Todas deberían alcanzar su objetivo. No será así, porque el maratón es un ser maligno e implacable, pero no porque los aspirantes no reúnan sus méritos. Espero, por ello, que Valencia sepa vivir su maratón, que el día acompañe y la gente salga a la calle, como hace en Nueva York, Berlín, Londres o Rotterdam, a regalar un aplauso o un grito de ánimo a todos los que, cada cual a su ritmo, mañana vamos a intentar terminar esos malditos cuarenta y dos kilómetros.

-¿Por qué somos tan mataos, Juan?-, lanzo.

-A mí no me lo preguntes, el que escribe eres tú- me dicen.

-Ya-, contesto. Es lo único que alcanzo a decir. Vamos a 3.45.