Uno de los mayores defectos del periodismo deportivo de este país surge del abuso de lugares comunes y frases hechas para disfrazar el nivel de desinformación de la gran mayoría de los profesionales sobre toda materia que no sea Madrid y Barça. Al resto se les menosprecia, día a día y sin recato, bajo la simplista coartada de la audiencia, limitando su presencia en tertulias radiofónicas, televisivas y portadas, siendo condenados a un estatus marginal. Ese maltrato, multiplicado en los últimos tiempos, por el silencio cómplice de los clubes que lo sufren y por la anestesia de sus aficionados, que no protestan por recibir un trato de Zaire cuando pagan por servicios de Norteamérica, tiene un origen. El ninguneo radica en motivos empresariales que los periodistas han interiorizado, como si fuesen una verdad universal: lo que vende y lo que no. Ellos y sus empresas -desde su amplia zona de confort-, han decidido que Madrid y Barça son lo que vende y el resto, es un simple relleno al que sólo se atiende en ocasiones especiales: que sea rival de blancos o azulgranas, que dispute una final o que se haya producido una tragedia. Así funciona.

A bote pronto, lo mejor que suele decirse de esos marginados, grandes por historia o pequeños sólo en presupuesto, es lo relativo a su afición. Es el recurso fácil. Como se tiene un desconocimiento brutal de su actualidad, de su realidad y de sus jugadores, se acude al recurso manido del hincha, como si hiciesen un favor al desfavorecido, al que ignoran durante el curso. La falta de respeto hacia otros equipos forma parte de un mal endémico que las empresas, que sólo piensan en el dinero, se niegan a atajar y que los profesionales, por falta de valentía, contribuyen a agrandar. Ahí nace su auténtica vocación por el tópico, por la leyenda negra y el lugar común. Para muestra, un botón: desde hace décadas, de manera vergonzosa, la afición del Valencia, grande de España y de Europa, aguanta el maltrato sistemático de quien, lejos de hacer bien su trabajo e informarse, se limita a opinar desde la desinformación y el desafecto. Por supuesto que a los periodistas no nos pagan por defender a unos colores -aunque algún ultrilla de poca monta y mucha fama lo crea-, pero sí por informarnos, escuchar más de una versión y documentarnos sobre lo que ignoramos. Y por buscar la verdad. No una media verdad.

Con la afición del VCF, desde hace tiempo, hay barra libre de improperios, estigmas y falsedades. Desde que uno tiene uso de razón su afición está considerada, casi por una ley no escrita, una de las peores de España. El presunto crimen cometido para merecer ese dudoso honor fue que parte de su hinchada silbó a Quique Flores, cuando su equipo estaba bien clasificado, que increpó algún domingo a Cúper cuando tenía un equipazo o que pitó, en reiteradas ocasiones, a Emery, un magnífico entrenador que, las cosas como son, no triunfó en Valencia porque, aún cumpliendo con los objetivos, nunca tumbó a los grandes. A groso modo, pitar a los entrenadores con el equipo bien clasificado, es el pecado capital que le imputan a esa afición medios de comunicación y periodistas que, desde una falta de rigor absoluta, asesinan su reputación con impunidad, atreviéndose a tratar al aficionado ché como un bicho raro, como un monstruo de barraca de feria sobre el que se puede disparar alegremente, con impunidad. («¿Qué quieren, ganar títulos?»).

El publico de Mestalla, que exige porque paga, que pide porque jamás da la espalda a su equipo, siempre quiere más («¿qué quieren si van los terceros?, ¿ser primeros?»). Pues sí, eso quieren. Para eso van al campo. Con eso sueñan. De esa ilusión viven. Porque los aficionados de ese club no son ciudadanos de segunda, ni trozos de carne con ojos. Tienen corazón, exigencia y deseo. Luego está la vara de medir y el doble rasero. Al público del Bernabéu, que ha pitado no a Emery, a Quique ni a Cúper, sino a Zidane, a Di Stéfano, a Butragueño, a Míchel, a Cristiano y a quien haga falta, la prensa de este país lo considera un público exigente, pero jamás un mal público. De hecho, siempre se suele decir que, en base a esa exigencia, el Madrid ha construido su gen competitivo y ha forjado su leyenda. Esa afición, que pitó a dioses vestidos de corto, pide ganar siempre. Es decir, la afición del Madrid puede exigir pero la del Valencia, no. En Madrid los pitos y las broncas son para espabilar, pero en Valencia es culpa de la peor afición de España. Así funciona. Hombre, o ambas aficiones son malas o ninguna lo es. Quizá es que ambas exigen porque pagan. Como todas. Así de simple. Cabe suponer, querido lector, que usted llevará veinte años escuchando aquello de «el público es soberano, siempre tiene la razón». Pues no se sabe si la tiene o no siempre, pero por lo que uno escucha y ve, la afición del Valencia nunca tiene la razón. Paga, pero es mala y nunca lleva razón. A quien esto escribe le gustaría convencer al personal de la desconsideración e injusticia que ha padecido la afición del Valencia, pero harían falta otros trescientos artículos más para frenar a los que, durante años, han vertido porquería gratis sobre una afición a la que se ha azotado en plaza pública y sin piedad.

Esa afición es tan mala que hace dos veranos se echó a la calle para luchar por su equipo, al borde de la desaparición por culpa de unos dirigentes que decían servir al club mientras se servían de él. Esa afición es tan patética que reventó, domingo tras domingo, el viejo Mestalla, cuando el Valencia descendió a Segunda y estaba en bancarrota. Esa afición es tan desleal que perdió dos finales de Champions consecutivas, dando una lección de saber perder, felicitando a la hinchada rival y recibiendo a sus jugadores como héroes en el aeropuerto. Esa afición es tan perezosa que, aunque sabe que no tiene superestrellas, exige que los que llegan se dejen la piel en el campo, porque Benítez, como Simeone, un día demostró que, si se trabaja y se cree, se puede. Esa afición es tan tacaña que se desplazó a Almería, ocupando medio estadio, persiguiendo el retorno a la Champions, para gritar el agónico gol de Alcácer. Esa afición, la peor de España con diferencia, recorrió mil kilómetros, después de 15 horas de viaje por carretera, en autobús, para vivir en primera persona el golazo de Negredo. Esa afición a la que todo gacetillero, letrado o iletrado, despelleja por ignorancia, es la que sufre para llegar a final de mes pero paga su abono religiosamente, es el murciélago de un escudo que ama y es la que nadie defiende porque nadie escucha. Si algún día se saltó un semáforo en rojo, lleva años cumpliendo cadena perpetua. Dicen que es la peor afición de España. Si es así, bendita sea.

(*) Imagino que no estarán de acuerdo conmigo. Ya les advertí que no lo leyeran.