El desgarro emocional del levantinismo después del indigno partido frente al Granada cobró forma de grito silencioso durante las siete horas de trayecto en los 10 autobuses que regresaron a València. Desolación. Rabia. Impotencia. Vergüenza. La noche más larga para la afición granota será recordada como una de las más duras en la historia de la entidad. Sin mediar palabra, la sensación colectiva era unívoca: descenso y fin de ciclo.

La jornada liquida prácticamente todas las esperanzas de los azulgrana, al sumar todos los rivales directos de tres, pero más grave aún es la imagen que queda; la de un equipo descompuesto, sin alma ni fútbol, recordando inevitablemente a los tediosos episodios vividos en Eibar y Vila-real. De nuevo, los jugadores no estuvieron a la altura del momento, mostrando los peores minutos de fútbol vistos a lo largo de toda la Liga.

Por desgracia, el Levante esgrimió el pasado jueves todos los argumentos por los que no merece ser un conjunto de Primera División el año que viene. Por encima de todo las finales se pueden ganar o perder, pero hay que competirlas. La indolencia mostrada sobre el césped contrastó con el empuje y hambre de los rojiblancos, que aprovecharon la fragilidad de la autoestima de los de Rubi, retratados una vez más en la dicotomía entre los hechos y las palabras.

A los granotas nos han educado en la derrota. Hemos crecido huérfanos de éxito, por lo que el golpe aparejado a la pérdida de categoría sabremos encajarlo con dignidad. Sin embargo, la incredulidad generalizada viene motivada por la creencia -justificada- de que todo esto se podría haber evitado. El proceso de pérdida de identidad en lo deportivo y lo emocional es el que puede pasar mayor factura al proyecto, cuya renovación es ineludible, y que debe de comenzar por un proceso de asunción de responsabilidades en todos los estamentos del club.