Hubo una época oscura y casi eterna. Tan larga que casi abarca la memoria entera de muchos niños. Durante ese túnel del tiempo ver jugar al Valencia era un suplicio. El aficionado miraba a su vecino con cara de no entender, al reloj deseando que el partido de turno se acabara de una vez, al álbum de cromos preguntándose qué habían hecho para merecer futbolistas tan incapaces. Pero todo eso se acabó. La noche sin fin dio lugar al día, la nube cedió su puesto al sol y los pájaros volvieron a cantar. Se fue Guardado y vino Kondogbia. Empaquetamos a Feghouli y llegó Guedes. Se esfumó Aderllan y apareció Paulista. Y, por si eso fuera poco, vino Marcelino, el primo de Gandalf, sin barba y con tinte negro, para que de las ramas secas brotasen hojas, de la tierra yerma una vegetación frondosa y del fútbol miserable uno que ya causa admiración allá donde va. A sus pies, señor García.

Gran espectáculo

Otra vez, y ya van unas cuantas, nos regaló el Valencia el mejor partido de la jornada. Tuvo delante a un Betis peleón, hasta cierto punto vistoso, muy a lo Setién, y desde luego alejado del equipo sin alma que había dejado la plaza sevillana en manos de su eterno rival casi sin luchar. Historias paralelas que hacían presagiar buenas cosas. Y el presagio se quedó hasta corto. Pasaron tantas cosas que no es fácil poner orden en unas líneas. Lo intentaremos.

Manifiesta superioridad

Comenzando por la conclusión, digamos que mientras los goles del Valencia fueron resultado lógico de su notable superioridad en la zona de tres cuartos de cancha, la enérgica reacción local tuvo su origen en errores clamorosos -el tan traído y llevado exceso de confianza- de su rival. El Betis nunca, salvo en la brevísima franja de locura de los tres tantos que anotó, ofreció argumentos válidos para imponerse, el Valencia sí. Los de Setién movieron el balón, o, para ser más gráficos, lo hicieron ir de uno a otro de sus futbolistas al ritmo cansino y previsible de Guardado -Setién no puede hacer milagros, nos tememos-. Pero su capacidad para crear peligro fue mínima. Todo lo contrario que su rival, que supo esperar agazapado la salida en tromba inicial de los sevillanos para buscar el momento de sacar el martillo. Cuando apareció la ocasión golpeó con saña. Pam, pam y pam. Tres ocasiones y dos goles inapelables. Marcelino ideó una presión que funcionó, lo mismo que su entramado defensivo, en el que Murillo hizo, por fin, un despliegue impecable. Se fue al descanso con cero a dos y con un penalti no señalado sobre Soler que se vio desde varios kilómetros de distancia.

Jugosas enseñanzas

No tardó el Valencia en verse con un cero a cuatro. Un poco por la impericia local y otro poco por la suerte que acompaña este año a los blanquinegros -el gol de Mina fue un churro-. Luego Parejo, aburrido quizás de un partido sentenciado, tuvo la ocurrencia de regalar un gol al rival y se desató el desafuero. Incluso todo él positivo, pues es de suponer que hará a Marcelino extraer jugosas conclusiones. Entre las que podría figurar que Nacho Vidal, por canterano y voluntarioso que sea el chico, no está para ser primer espada. A este nivel se necesita bastante más de lo que puede ofrecer este lateral. Otro tanto se puede decir de Pereira. Su buen gol no puede esconder que le falta garra, fuerza y motivación para que sus apariciones no mermen al equipo. Fue marcharse Soler y derrumbarse el castillo. Todo lo contrario de lo que pasa con Guedes. Sombrerazo a su rapidez, su empuje y sus ganas de triunfar. Si sigue así, llegará muy lejos. Allí donde ya acampa Zaza. Cuando a otro le hubieran temblado las piernas, el italiano sentenció con un cañonazo que habría derribado la muralla de la mítica Babilonia. No hay equipo victorioso sin un nueve de tronío. El Valencia lo tiene.