Está de moda, entre esos que presumen de imparciales, el atizar con saña a Zidane y a Florentino. Tienen aquel y sobre todo este muchos palmeros en cartera, es cierto, pero produce casi vergüenza ajena tener que leer y escuchar a estas alturas intentos de tergiversar el éxito rutilante de este Real Madrid demoledor. La pobreza de sus argumentos, teñida de puntos blancos de caspa trasnochada, no hace sino reafirmar esa telúrica inclinación nacional a poner a parir al que tiene éxito. En España, el triunfador es de inmediato sospechoso de haber hecho algo malo, se bucea en su pasado para encontrar algún viejo pecado, se duda de la moralidad de su pareja, se le pasa la llave por la puerta del Ferrari. La envidia que nos corroe.

Uno de esos gurús del fútbol en blanco y negro argumentaba el otro día, como portavoz de cierta macabra cofradía, que la temporada del Madrid estaba siendo una catástrofe, como demostraba el hecho de que una derrota en Kiev dejaría al club sin un solo título que llevarse a la boca, de la mano, además, de un fútbol para él cuanto menos sospechoso. Lo importante, venía a decir, es la regularidad a lo largo del año -la Liga, vamos- y llegaba a criticar a Zidane por no haber hecho un buen papel en la copa del Rey -sí, en la copa del Rey-. Es de suponer que el argumento venía a colación para intentar poner en valor lo conseguido por el máximo rival -hay gente, incluso en la Corte, que todavía simpatiza con la cosa azulgrana porque se supone que mueven mejor el balón-. La realidad y la calle, sin embargo, van por otro lado. Los hay que no se enteran que Satrústegui hace años que está retirado, que al aficionado lo que le van son las grandes emociones y que la cotización de un club puntero en el mundo y su capacidad para generar ingresos no la marca tanto hacerlo bien contra el Leganés en Butarque sino ir superando rondas en Champions que es, en definitiva, lo único que existe para el planeta fútbol.

Ello por no hablar del más que relativo mérito que para Barcelona o Madrid pueda tener imponerse en una competición adulterada hasta la náusea por la insultante diferencia de presupuestos entre unos clubes y otros. ¿De verdad puede alguien pensar que tiene menos mérito para uno de esos dos llegar a la final de Champions que ganar una Liga en la que enfrentan a equipos que tienen menos presupuesto global de funcionamiento que el que ellos dedican a pagar a una sola de sus estrellas? La Champions, por si a alguien se le olvida, pone en liza a unos cuantos acorazados con, como mínimo, opciones de competir. Ahí tienes que ponerte firme y delante a tipos casi tan buenos como los que tú tienes en tu plantilla ¿Puede alguien extrañarse que el Barcelona haya ganado casi todos sus partidos de Liga si sólo en fichajes el verano pasado derrochó más dinero que el que el Valencia ha gastado en global en el último trienio, nóminas del futbolistas incluidos? ¿Qué medallas se pueden colgar por eso? ¿Cómo no van a estar todos debajo de la cama llorando todavía hoy después del ridículo de Roma?

Y así, un merengue hoy es un tío feliz. Puede incluso tener su entrada para Kiev, dispuesto a vivir un día que va a recordar el resto de su vida -para bien o para mal-. Y por su lado, el culé ya se ha olvidado de lo que su equipo hizo en el Coliseo Alfonso Pérez y es incapaz de recordar cuántas Ligas han ganado en los últimos diez años. Porque el fútbol, como la vida, se compone de unos cuantos grandes momentos. Esos que Florentino y Zidane están regalando a espuertas a sus seguidores; a los que uno, para qué negarlo, mira con envidia.

Vivir en el extranjero vacuna contra muchas cosas. Y por ahí, en el mundo, el Valencia, por volver a lo nuestro, está ya a punto de desaparecer. Los más futboleros siguen teniendo una pequeña noción de que ese club no es un cualquiera. Pero quince años sin ser nadie en Europa, y Europa es la Champions, son demasiados para seguir siendo alguien. En el mundo los únicos clubes españoles que existen son Madrid y Barcelona, por este orden. Porque han estado ahí y han ganado. Sobre todo el Madrid. Que se lo digan, si no, a Ronaldo, que muy bien podría retirarse con más trofeos al mejor futbolista del mundo que Messi, de quien nadie discute ser precisamente eso. El siglo XXI es así, aunque muchos no parecen enterarse. Tenemos tantas opciones de ocio que sólo optamos por aquel que nos produzca una verdadera emoción. Y sólo archivamos lo más destacado. Por eso nadie aquí recordará un solo partido del Valencia de Emery, tercero varias veces en la Liga de los gurús sin título oficial, y difícilmente habrá olvidado, si estaba en edad de merecer, la maldita final contra el Bayern.

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