Hay muchas maneras de catalogar el mundo del fútbol. Por ejemplo, en lo referente al aficionado, hay gente a la que le gusta el fútbol en general, y otra a la que le gusta sólo su equipo en particular. Los primeros, entre los que me incluyo, somos románticos y, aunque somos lógicamente de un equipo, no tenemos problemas en mostrar simpatías por otros. Yo soy del Valencia, pero me caen bien muchos equipos, por razones históricas, de antecedentes, recuerdos personales o personas afines. Y, cuando el mío no está inmerso en la batalla directa o indirectamente, no me importa apoyar a alguno de ellos. Tengo facilidad para empatizar con otras historias, otras gestas, otras aficiones, otras ciudades.

Empatías

Me caen bien equipos tan dispares como Liverpool, Villarreal, Zaragoza, Nápoles, Fiore, Athletic Club o Real (aunque entre ellos se chinchen). No me caen mal el Madrid ni el Barça, especialmente los de antaño. Otra cosa son sus políticas, la injusticia del sistema de reparto... Y también determinada prensa. El enemigo casi siempre es un tertuliano, menos veces un futbolista. Tengo algo más de tirria por el Sevilla o el Depor, pero a estas alturas ni siquiera los odio. Es más, si al final hago amigos en sus ciudades, acabaré deseándoles buena ventura. La inmensa mayoría de equipos me dan igual (Betis y Cádiz, no, pero de ellos no me apetece hablar). En cada encuentro, hallo motivos para apoyar a un contendiente. Tengo un problema: ¿a quién apoyo? Cuando tengo dudas, mi propia respuesta es: «Al más débil». Mi abuelo me enseñó a empatizar con el sufridor. Su victoria siempre suele valer en intensidad diez veces más que la del poderoso.

In extremis

Tengo amigos que no entienden esta generosidad sentimental. Son de su equipo, y punto. Es más, alguno me reconoce: «A mí me gusta mi equipo, no el fútbol». Les quiero y disfruto con ellos, pero difiero en demasiadas cosas. Por esa vinculación emocional con la ley del más débil, mis momentos más sentidos en el ámbito de clubes han estado siempre vinculados a la épica inesperada, a la victoria in extremis y, sobre todo, a la derrota humillante, algunas en minutos de descuento. Asocio el fútbol de club con el sufrimiento. Nunca ganamos un título de forma abultada y sobrada. Pero ganamos varios con sudor, sangre y lágrimas. Esos tres ingredientes conforman la receta mágica. Unas veces ganamos, otras perdemos, pero la historia del Valencia se sustenta en esos pilares. Y el orgullo es máximo.

Ejemplos

Como ahora hemos ganado una plaza en Champions sin sufrir, parece que vale menos. Así que busco emociones alternativas. Encuentro motivos para la empatía, por ejemplo, en el Zaragoza, en Segunda. Un equipo que no parecía abocado a nada a principio de temporada, pero que encontró la senda y se coló en los play off. Tras el 1-1 en Soria con vuelta en casa, el sábado se cayó con todo el equipo. Jugó para ganar, tuvo ocasiones de gol imperdonables. Pero quien verdaderamente no perdona es la Diosa Pelota. Fue cruel con una afición y un equipo de Primera. El Numancia era el más débil quizá, pero en esta contienda elegí a los maños, por la prolongación de su destierro, siendo un grande. La distancia me permite aventurar que acabarán subiendo a primera división. Esto fue un aviso. Su portero, Christian Álvarez, y su delantero, Borja Iglesias, entre otros, son jugadores de Primera. Si logran mantener el proyecto, conseguirán salir del pozo un día de estos.

Lo supimos

La Selección Española siempre ha caminado al revés de esta teoría del sufrimiento. Con el Valencia CF, a veces ganas y a veces pierdes. Con España, siempre perdíamos. Siempre. A veces antes, a veces después. Pero el desprestigio progresivo era santo y seña. Hasta que llegaron los mejores. Cuando fuimos los mejores, lo supimos. Lo sentíamos en lo más profundo, hasta el tuétano. Estábamos preparados para perder. No tanto para ganar, porque nunca lo habíamos hecho. Desde el gol de Torres a Alemania en Austria, pasando por Sudáfrica en 2010, hasta el culmen en el machaque a Italia en la final de Ucrania en 2012, fuimos los mejores del mundo. Y lo sabíamos. Luego, en Brasil mordimos el polvo. Tan intensamente, que Casillas se me funde en el recuerdo con Zubizarreta. Cuando dejamos de ser los mejores, también lo supimos.

Ay

En Brasil, sabíamos que algo iba mal. No había feeling en la concentración. Cuando la Selección no ha sido la mejor, nunca ha ganado. En el equipo de Lopetegui, falta algo, un yo qué sé, un qué sé yo. Se han empezado a dar cuenta ahora de que no van tan sobrados. El seleccionador, que hasta ahora no ha perdido en partido oficial, tampoco parece encontrar la tecla. Carvajal lesionado, Rodri por si acaso, pero no es lateral, sino mediocentro, pero no para el sitio de Busquets donde tampoco encaja Thiago, pero ignora a Parejo, no viaja Soler, y juega Costa, pero ¿y si Rodrigo? ¿O Aspas? ¡Ayayay! ¿Puede ganar España? Puede. Si lo hace, rompería el pronóstico. Como cuando ganan los nuestros. Ahí, y solo ahí, el aficionado de clubes caería rendido. Sangre, sudor y lágrimas, con victoria final. Ni himno, ni bandera, ni leches. Piel. Esa, sólo esa, es la receta de la inmortalidad.

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