No me quedaría tranquilo sin una somera reflexión sobre la marcha de Zaza. Necesaria además por lo novedoso que en València supone ya despedir a un futbolista que, además de no desear marcharse, es querido y respetado por la afición. Acostumbrados a abrir la puerta de salida a aves de paso y engañagradas de diversa catadura, la imagen de Zaza dejando la ciudad deportiva en el asiento trasero de un taxi, incapaz de atender a sus incondicionales para no tener que echar mano del pañuelo, nos devuelve aquel viejo fútbol en el que la camiseta era algo más que un trapo que añadir a la colección que guardas en casa. Y ahonda en los interrogantes que toda esta extraña operación nos sigue planteando.

Decía Zaza que 40.000 personas, esas que tantas veces le han aclamado, no se pueden equivocar. En su caso, desde luego, no se equivocaban -aunque yo he visto a esos mismos jalear a reyes del resoplido fondón como Miguel Brito o Feghouli-, y el entusiasmo pasaba de la grada a la tienda, donde ninguna camiseta se vendió más que la suya. Sus números con el Valencia tampoco admiten discusión: la temporada pasada tuvo un coeficiente goles/minutos disputados mejor incluso que el de Rodrigo. De modo que nos encontramos con un delantero que marca goles, entusiasma a la afición, siente la camiseta y además las vende como churros... pero que, vaya por Dios, al único que no gusta es al entrenador.

Las milongas de que Marcelino se ha desprendido del italiano porque quiere un punta rápido y con movilidad pueden ser aceptadas por los -muchos- paladines del axioma prehistórico. Pero a otros nos coge ya demasiado mayores, y casi sin dientes, como para comulgar con ruedas de molino. Que se vaya Zaza y se quede Mina, por ejemplo, echa por tierra cualquier insistencia en ese ámbito. Por no hablar de las características de Batshuayi, que no es precisamente la reencarnación de Aimar en el trato del balón o del Piojo en la velocidad en la conducción. Bien haríamos en no maltratar, por tanto, la inteligencia del aficionado y dejar lo que es un capricho de Marcelino en la categoría de tal. Aquí cada cual es dueño de sus manías y bien se ha ganado el asturiano el derecho a imponer alguna de las suyas. Eso o cuestiones personales o de actitud de Zaza, de esas que en Valencia solo se desvelan diez años después de haber tenido lugar los hechos, que ahora desconocemos y que han movido al míster valencianista a tomar una decisión que futbolísticamente no tiene ni pies ni cabeza.

Porque, seamos serios, aquí sabemos perfectamente quién es Gameiro. Para empezar, el tercer descarte que nos consigue enchufar el Cholo Simeone y no precisamente a precio de ganga -ha costado más de lo que se ha sacado por Zaza, algo increíble-. Los dos primeros retales rojiblancos, Suárez y Vietto, no se fueron de Paterna precisamente entre exclamaciones de dolor de la afición. Al francés, lagarto, lagarto, ya lo quiso fichar la pareja Braulio-Llorente, dos auténticos linces que dejaron al Valencia poco menos que a un paso del cierre por defunción y después ha alternado goles -no muchos- con errores de bulto en la definición. Gameiro puede ser más bajito que Zaza y quizás corra los cien metros unas centésimas más rápido que el italiano, pero no es lo que se dice un killer y a su edad no está para aprender. No queremos decir con ello que no sea un buen futbolista, ni que no pueda aportar su granito de arena al equipo. Pero a mí entender no mejora lo que había. Y muy mal seguiremos yendo si todavía no asumimos que Simeone es cualquier cosa menos tonto.