Cualquiera que haya cogido una raqueta en su vida sabrá lo que significa que un tío como Rafa Nadal haya ganado ya 19 de los grandes. Porque una cosa es ser Messi, nacer con ese don para el dribling y el disparo, y otra muy distinta ponerte delante de Federer y devolverle un servicio que te manda a casi 200 km por hora... y poner la bola de vuelta en la raya para que, si llega, lo haga con el resuello y listo para morir en el golpe siguiente. La dotación natural de Rafa, que obviamente la tiene, debe ir acompañada de un trabajo descomunal, de horas y más horas de entrenamiento y sacrificio. Pero sacrifico del verdadero, no de ese del que hablan los futbolistas y que solo genera en quien lo escucha un sentimiento de pitorreo y vergüenza ajena ante esos hombres de negocio en pantalón corto que echan unas carreritas un par de horas al día, como mucho, cuando no están lesionados.

Basta haber viajado un poco por el mundo para comprobar que el tenis es un deporte universal, tanto o más que el fútbol. A cualquier hora, en cualquier lugar de los cinco continentes uno puede encontrarse con señores y señoras raqueta en mano dándolo todo en la pista. Millones y millones de aspirantes a Nadal ven lo que hace el mallorquín y piensan de inmediato en dejarlo para dedicarse a otra cosa. El sentimiento de admiración que genera traspasa fronteras y es probablemente más intenso fuera de España, tan predispuesto siempre a la envidia cochina y la reticencia hacia el triunfador. El que triunfa sólo en razón del mérito entre nosotros siempre es sospechoso de algo, como si ser mediocre fuera obligación.

Con Rafa, además, uno reencuentra el camino. En una España que tiene como presuntos referentes a neofolclóricas semianalfabetas, presentadores de televisión con la dicción de un cocodrilo y pichichis de cartón que se desinflan en cuanto ven llegar a la Juventus, contar con Nadal es el último asidero antes de romper con cinco siglos de historia. Algo tenía que quedar, en definitiva, de aquellos que, con cuatro carabelas de ochenta pies y media lanza por cabeza descubrían tierras ignotas y conquistaban imperios genocidas y antropófagos sin otro miedo en el cuerpo que el no saber qué les esperaba después de la muerte. Nos hemos ido desgastando, pero viendo a Rafa en el quinto set contra Medvedev uno tiene que acabar pensando que no todo se ha perdido.

Por eso, alcance o no los Grand Slams de Federer, Rafa, así, a secas, ya es el número uno de España. Del deporte y de lo demás. Un tipo a la altura de Cervantes, Velázquez o Hernán Cortés. Un ejemplo, un referente, lo que todos querríamos ser y nunca seremos. Humilde con los humildes, caballeroso en la derrota y gentil en la victoria, amigo de los chavales de su pueblo, enamorado de su tierra y de una chica de allí, orgulloso de su país -que hoy mismo lo pondría de presidente-, incólume a la fatalidad que a todos nos acaba llegando. Un superdotado que ha trabajado como una bestia para seguir ahí después de tantos años, en ese lugar del que tantos y tantos intentan bajarlo sin conseguirlo. Portada en todos los periódicos del mundo. Signo de exclamación. Lo mejor que le ha pasado a España en los últimos 400 años. Te queremos, Rafa.

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