Todo tiene ahora otro valor, incluso el fútbol parece volver en nuestra mente a aquellos orígenes en los que el dinero era sólo un elemento más. Las estrellas rutilantes, encerradas en casa, han bajado al nivel de los mortales y, como nosotros, mantienen la forma un poco como pueden mientras echan de menos el paseo por el parque con sus hijos, la paella del día de fiesta o la cena romántica que el maldito virus nos ha quitado a todos. Hasta la RFEF del ínclito Rubiales se vuelve razonable y nos deja un bonito mensaje de ánimo de la mano del seleccionador. Y nos recuerda que España no es país de rendirse.

El tiempo pasa ahora con reloj de arena. Es momento de retomar proyectos que se iban postergando, siempre había un después. Y todo piel roja, en un momento u otro, echa la vista atrás, hacia aquella época en la que nuestra gran nación se elevó por encima de todas las demás, trajo la luz a un deporte en el que reinaba la oscuridad y colmó de orgullo millones de corazones que casi se habían olvidado de latir. 11 de julio de 2010, España y Holanda se disponen a disputar la final de un Mundial que es, para nosotros, el ahora o nunca.

Será porque ya nada es como debería ser o quizás se deba a que uno necesita emociones cuando parecen no existir, pero cuesta imaginar 120 minutos de confinamiento mejor invertidos. Porque ese partido yo no lo había visto: lo había gozado, sufrido y devorado con el alma, pero en el cajón de la memoria solo había un espacio en blanco. Cómo de esta pluma salió aquella crónica de hace diez años escapa a mi entendimiento. Volverlo a vivir ha sido un inesperado carrusel de emociones, de descubrimientos. Tras cada rincón, un tesoro, una constatación de lo grandes que fuimos.

Xavi e Iniesta le torcieron el cuello a lo imposible ¡Que lo pongan sin parar todas las escuelas de fútbol del país! El recital que dieron en una final de Mundial no se puede ni describir. Nadie que no lo vea lo puede siguiera imaginar. El paso del tiempo, las malditas comparaciones, no hacen sino magnificarlo. Será difícil ver a otros como ellos, pero cómo los disfrutamos. Que aparecieran a la vez en nuestras vidas parece fruto de un milagro. Que tenía continuación. Mi boca sigue abierta al haber redescubierto al Ramos lateral derecho. El mejor de la historia de la selección. 24 años -¡cara de niño!-, defensa infranqueable, y tuvo tres, sí tres, ocasiones claras de gol el día más importante en la vida de un futbolista. Un titán, un superdotado que ahí sigue. El ejercicio colectivo de la Roja fue impecable, chapeau de nuevo a Del Bosque, sobre el que nadie que vuelva a ver lo que hicimos en ese Mundial puede albergar la más mínima duda. España engrandeció la palabra fútbol y tuvo un torrente de ocasiones ante un equipo que sólo quería defender y destruir. Una Holanda lamentable, cobarde y violenta, que sobrevivió sobre todo gracias a un árbitro que se lavó las manos una y mil veces ante la actitud de matón de barrio de los De Jong, Van Bommel y compañía. Mensaje a los más jóvenes: el antifútbol no lo ha inventado Simeone.

Y lo mejor de todo es que, lo crean o no, viví las dos horas de esa final sumergido en un mar de nervios, improperios con cada ocasión perdida, se me subió la hombría al cuello cuando Robben se coló rumbo al Gran Capitán entre Capdevila y Piqué, me pregunté por qué no había saltado antes al campo Navas y, sí, me arrodillé delante del televisor chillando gol como un poseído, brazos elevados al cielo, cuando por fin la clavó Iniesta con el alma de millones de españoles. Mis dos hijas pequeñas, que no saben quién es Don Andrés pero sí conocen el orgullo de ser españolas, llegaron corriendo al oír los gritos y por primera vez en su vida vieron lágrimas en mis ojos. Como si el tiempo se hubiese detenido aquel 11 de julio. Parece que hoy está muy valorado eso de que los hombres lloren, de modo que matamos dos pájaros de un tiro.