Un buen amigo italiano me dijo en su día que no me fiara del rendimiento de Kondogbia, notable en su primera temporada en el Valencia. "Es un vendedor de crecepelo", me aseguraba. En el Inter no lo querían ni en pintura. Spalletti lo consideraba demasiado perezoso para el alto ritmo de presión en el centro del campo que intentó instaurar. Sus compañeros nunca hicieron grandes alegatos en su defensa. Su nivel de integración fue cercano a cero, muy influenciado por su entorno francés.

Llegó a Valencia la temporada antes del Mundial de Rusia. Kondogbia había sido internacional en todas las categorías inferiores de Francia, jugó incluso algunos partidos con la absoluta antes de su traspaso a Italia y vio en el regreso a España una oportunidad de hacerse un hueco. Esa era su auténtica obsesión. No lo consiguió. Optó después, despechado, por la selección de la República Centroafricana, un país en el que no había puesto prácticamente un pie en su vida. Las excéntricas excursiones al trópico africano pasaron a convertirse en el centro de su vida. De la deportiva y también de la otra.

Desde aquel verano de 2018, Kondogbia ha sido más problema que solución para el Valencia. Cuando no juega porque apenas hace grupo, ni sufre ni padece por lo que le suceda al equipo, ensimismado y metido en ese mundo brumoso que no le trata como él merece. Cuando salta al campo, las más de las veces lo hace con una marcha menos que cualquier rival. Cuesta encontrar en casi dos temporadas una sola carrera en la que el contrario no le saque dos cuerpos. Sigue viviendo, algo habitual en nuestra Liga, del recuerdo que de él tienen quienes solo han visto al Valencia en los resúmenes televisivos. No se explica, de otro modo, que Celades. Kondogbia ha seguido siendo un ánima en pena, otro futbolista engullido por una fama temprana. Si es verdad que alguien está dispuesto a pagar por llevárselo de aquí, mejor hoy que mañana.