Cada cual vivió aquella final contra Holanda a su manera. Los hay que presumen de no haberla visto. También, en este país plagado de apátridas espirituales, abundan los que incluso se pavonean de haber deseado la derrota de España. Pero si de algo sirvió aquel gol de Iniesta fue, precisamente, para desenterrar el sentido de pertenencia y dinamitar para siempre el complejo de inferioridad que generaciones de resentidos nos habían legado. Cuando tú eres el mejor en aquello en lo que todos, y cuando digo todos es prácticamente todos, los habitantes del planeta quieren ser los mejores, entonces se acaban las historias. Y bajas al chino de la esquina, compras una bandera de España y la cuelgas en tu balcón. Y de cada uno de esos millones de balcones salió la energía con la que clavó Iniesta ese golazo que todos recordaremos hasta el último de nuestros días. Algunos seguramente hasta el último porque no se nos ocurre mejor manera de dejar este mundo que rememorando aquel momento en el que por fin fuimos los mejores.

Porque éramos los mejores. Ni los que llegaron antes, ni mucho menos los que han venido después -véase el fútbol de Francia, el último campeón-, jugaron al fútbol como esos chicos de Del Bosque. El tiempo, además, lejos de restar mérito a lo conseguido, no hace sino sublimar la proeza. Parece hasta imposible que en un mismo momento y lugar coincidieran un portero como Casillas -a tus órdenes, Gran Capitán-, un lateral derecho como Ramos -el mejor de la historia en esa posición-, un central como Puyol -su gol contra Alemania solo lo marca quien los tiene del tamaño de los del caballo de Espartero-, un mediocentro como Xavi -sublime organizador, dan ganas de llorar al ver que se ha retirado ya-, un goleador como Villa -él rompió el maleficio del delantero español que fallaba siempre en las grandes ocasiones- y, primus inter pares, un genio del fútbol mundial y universal como Iniesta. Don Andrés puso el punto final a la evolución de la raza española. Tuvo que ser él porque nunca antes, y difícil será que suceda después, se asoció fútbol y Roja con la clase de Iniesta. Volver a ver lo que hizo en la final contra Holanda es un homenaje a nuestro ego que todos merecemos de vez en cuando.

Y lo mejor de todo es cómo supimos disfrutarlo. Seguramente porque veníamos de una travesía por el desierto que duraba generaciones. Nos conformábamos con muy poquito hasta que llegó Luis. Cuando empezamos a jugar de aquella manera y a ganarle incluso a Italia en cuartos -Cesc los tiene de igual tamaño que Puyol- algo se movió en nuestro interior. Pero el paria nunca se fía, espera siempre el palo. Y cuando por fin fuimos campeones del mundo, el país rugió. Cada cual como quiso. Y algunos, incluso muchos, vivimos el momento más feliz de nuestra vida -hijos los tiene todo el mundo, queridos papás modélicos-. Y damos gracias a nuestros mayores, de los que tantos españoles aprendimos a querer a España y la afición por el fútbol. Pobres los que no sienten lo primero ni saben lo que es lo segundo porque aquel 11 de julio se perdieron la experiencia más demoledoramente intensa que pueda sentir un humano. No se les puede explicar porque o lo sientes o no lo sientes. Es la suerte que tuvimos unos poquitos terrícolas. Diez años y todavía se te pone la piel de gallina. Gracias fútbol, gracias España.