Me deja gusto a nada este empate en Ipurua. Cuando las tablas en el marcador se dan jugando por algo tan importante como no estar abajo de la tabla, la verdad es que un punto sabe a muy poco. Además, mirando el desarrollo del partido, el Eibar fue también algo más que el Valencia, sometiéndolo en los últimos 20 minutos con su clásico de fútbol de triangulaciones por los lados para colgar balones al área pequeña. Realmente, el Valencia no supo competir en la segunda parte. No me agradó futbolísticamente un Valencia que decreció a lo largo de los 90 minutos y que, en cambio, pudo llevarse el triunfo cuando peor estaba con una acción en la que Dmitrovic abortó el remate a quemarropa de Kevin Gameiro. Pero durante casi todo el duelo, los de Gracia condicionaron su plan a las características del bloque de Mendilibar. Faltaron fuerzas y combinaciones para acertar con la apuesta.

Si hay un campo donde puede adivinarse cómo será el partido, ese es Ipurua. Escenario con cultura inglesa, en el que se juega un fútbol similar al de los equipos más modestos de la Premier. El manual ahí consiste en utilizar las segundas jugadas luchando sin tregua por los rechaces en la segunda línea. El Valencia decidió jugar de tú a tú, para lo que se presumía muy importante el papel rocoso de Racic y Carlos Soler en el medio. Desde el comienzo hasta la media hora, la reducción de espacios del Valencia fue notable. La posesión de balón del Eibar se hizo intrascendente. Nadie parecía necesitarla hasta que se dio una jugada propia del mundo al revés. Maxi centró perfecto al área para Manu Vallejo.

En la primera parte, la cultura británica del fútbol y la ciudad de Eibar llevaron a que el Valencia quisiera saltar la mitad de la cancha con una estrategia casi igual. Soler no entró en juego, los rechaces no se ganaron y los locales crecieron a partir de la media hora con el dominio territorial. Bryan Gil empezaba a dañar la cintura de Daniel Wass, al que Yunus Musah debió ayudar más y mejor. Tras el regreso de los vestuarios, el Eibar continuó explotando su pasillo izquierdo. Los triángulos de apoyos y rupturas permitieron a los de Mendilibar ser profundos para crear peligro de verdad. Hasta el final, la única ocasión clara blanquinegra fue una volea impresionante de Racic, tapada excepcionalmente por su compatriota en la portería de los vascos. Poco después, al Valencia le urgía frescura en las piernas para trabajar en un doble sentido. Entrar más en contacto con el balón y cerrar las bandas al rival.