Si Castalia hubiera estado engalanado de aficionados, los presentes habrían estallado de emoción no solo por el regreso a Segunda División, sino por la sensación de ver a un histórico como el Castellón dentro de la dimensión de plata del fútbol español. La que le corresponde. Esa categoría tan soñada y añorada durante la década en la que el conjunto castellonense vagabundeó por las plantas más profundas del balompié a nivel nacional. No en vano, el retorno a casa no fue ligado a la emotividad del evento. La plantilla dirigida por Óscar Cano quiso edificar la victoria, motivado por el escenario y por el simbolismo de la cita, pero el lanzamiento de la moneda salió por el costado de la cruz.

El Málaga, malherido tras sufrir la pérdida de Tete Morente (uno de sus jugadores más importantes) por parte del Elche mediante el pago de la cláusula, imprimió orgullo para contrarrestar la sensible baja a través de un canterano que les sacó las castañas del fuego. Ramón Enríquez, de 19 años y hombre encargado de sustituir los servicios del nuevo franjiverde, y todavía intentando descifrar cuál fue su verdadera intención, se encargó de recuperar una posesión perdida, encarar por la banda y mandar un centro que se envenenó hasta el punto de que Whalley no pudo nada para impedir la diana. Ni el propio centrocampista se creyó que su envío iba a finalizar en el fondo de las mallas, impulsado por un efecto endiablado que despistó a un meta maño que debutó de orellut. La agallas del joven fueron suficientes para tapar una baja trascendente.

A partir de ese minuto de encuentro, correspondiente al dieciocho, los andaluces desaparecieron en ataque. Se abonaron a la resistencia de impedir filtraciones a la espalda y jugadas ofensivas del equipo rival. Más allá de acciones aisladas y sin trascendencia, su índice de peligrosidad alcanzó un ligero pico cerca del ecuador de la segunda mitad. Escassi, especialista en disparos a balón parado, aprovechó su virtud para proyectarle a Whalley un golpeo mordido desde larga distancia. Pero fue un pellizco de intermitencia entre tanta pasividad ofensiva. No obstante, el tanto encajado no trastocó el plan de Óscar Cano en ser el equipo propositivo que ascendió desde el bronce para bañarse en plata. Jorge Fernández y Marc Mateu hicieron las delicias de los suyos, aunque el bloque en campo propio blanquiazul imposibilitó cualquier tipo de intención. La falta de velocidad, quizás, fue el factor por el que los albinegros fueron incapaces de dar un paso al frente si su finalidad era la de llevar las manijas del enfrentamiento.

Sin embargo, los precedentes apuntaban al Toralín. A la efectividad de los cambios y a la épica del gol de Cubillas en el último aliento. Por ello, los minutos finales sirvieron para aprovechar el desgaste físico y mental de aguantar el tipo por parte de los contrarios. Pese a que Pedro Gálvez fue el más voluntarioso en encontrar la igualada, pero el más impreciso al rematar dos acciones en fuera de juego, los jugadores que entraron de refresco tuvieron las más claras en el descuento. Jordi Sánchez remató un caramelo desde la banda de Marc Mateu (el más activo del choque) que se marchó desviado y Barrio metió la mano abajo a un latigazo de Gus Ledes desde la frontal. La gesta se quedó en el intento, pero la sensación de que la suerte dio la espalda a los castellonenses aún perdura.