Fariña no permite al espectador acomodarse en la butaca. A una imponente descarga la suceden conversaciones entre chicos y vecinos de los pueblos hablando, comprando, consumiendo y manejando con soltura el famoso Winston de batea. El fenómeno ya está en marcha.

El elenco de actores entran y salen de la escena metiéndose en la piel de decenas de personajes entre situaciones familiares: un alcalde corrupto dispuesto a financiar una verbena, los vecinos más jóvenes probando la mercancía a escondidas…

El salto al narcotráfico ocurre en el escenario con la misma soltura con la que tuvo lugar en la realidad.

De pronto, en escena, se escucha acento colombiano y marroquí. Se escuchan ritmos de percusión y canciones. Se escuchan bromas y bravuconadas. Las drogas toman el control: ostentación y subidón llenan el teatro. Y, de nuevo como sucedió en la realidad, aparece la tragedia. En forma de madres, chicos hundidos y, por fin, operaciones policiales.

Todo cabe sobre un escenario que recoge un recorrido fiel por este oscuro capítulo de la historia de Galicia desde un punto de vista único. Un viaje en el tiempo desde una óptica próxima, real y familiar, con la sensación final, y la reflexión que el espectador hace al salir del teatro, llegando a adquirir una eficacia inédita.