Fue una heroína. Su talento la convirtió en la ‘gimnasta 10’ mientras era espiada por el dictador Ceausescu y sometida a entrenamientos vejatorios.

Nadia Comaneci, una menuda niña de apenas 40 kilos y 14 años, enfundada en un maillot blanco, lazo rojo y coleta, sale a escena en el Montreal Forum. Es 18 de julio de 1976. Tras un inmaculado ejercicio de 30 segundos en barras asimétricas, el tablero ilumina una puntuación desconcertante: 1.00. El público, asombrado, protesta mientras algún juez llora. Reina la confusión… hasta que se aclara todo. El marcador no está configurado para dar una nota de dos cifras antes de los decimales, ya que hasta entonces la máxima puntuación nunca superó los 9.95. Pero Nadia lo hizo. El 1.00 era en realidad un 10.00, el primero de la gimnasia femenina.

Tras aquella nota insuperable, Comaneci repetiría otros dos 10 y dos oros en individual y en barra de equilibrio más un bronce en suelo y una plata en equipo. Sus movimientos eran perfectos; su doble mortal de espaldas, espectacular; su elasticidad y sutileza, encantadoras. Su mirada era triste, pero siempre sonreía.

Transcurrirían cuatro años hasta los próximos Juegos. Los acogía Moscú en 1980 con la URSS como única superpotencia, ausente Estados Unidos por boicot. La niña rumana de frágil figura que había enamorado al mundo en Montreal había crecido, ganado altura, peso. Los soviéticos ansiaban ver destronada a Nadia. En su primer ejercicio, las paralelas asimétricas, sufrió una torpe caída al suelo. El público se mostraba hostil; los jueces, también. Sus detractores ya olían la sangre y no tardaron en desprestigiarla.

Pero, solo un día después, en la barra de equilibrio, la rumana acalló todas las críticas: oro y 10 en la barra de equilibrios. Y aún más: oro y 10 en suelo. Cerraría su paso por la ‘inhóspita’ ciudad moscovita con sendas platas en equipo y en individual. Y, hasta aquí, una aparente historia de gloria y éxitos escribía su último capítulo. Nadia colgaría el maillot y el mundo se olvidó de aquella prodigiosa gimnasta… hasta la noche del 27 de noviembre de 1989. Guiada por un pastor de ovejas, cruza caminando la frontera de Rumanía a Hungría. De allí llega a Austria, donde pide asilo en la embajada de Estados Unidos. Días después viajaría hasta suelo americano para ser libre. El cuento de hadas se esfumó y salió a la luz una escabrosa realidad: mientras el mundo la admiraba, el régimen comunista de su país y la Securitate, la policía política del dictador Nicolae Ceausescu, la espiaba y controlaba por temor a que desertase.

Tras los dieces y medallas, se destaparon también las humillaciones y los castigos físicos a los que la sometía su entrenador Bela Karolyi y su mujer Marta: golpes cuando cometía un error en los ejercicios, abofetearla cuando engordaba unos gramos, días enteros sin comer… El precio que pagó para llegar a ser la ‘gimnasta perfecta’ fue alto, muy alto.