Los alrededores de Masahide Tomikoshi

El juego, en realidad, es el peaje de todo lo que en realidad importa. El VCF, hoy, es sobre todo sus alrededores. La fotografía pendiente de Tomikoshi

Vicent Chilet

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Vicent Chilet

A estas alturas, del fútbol solo albergo esperanzas razonables. Que me reste los justos años de esperanza de vida en un compás asumible de empates y escasas remontadas. O que Peter Lim, mientras se decide o no a vender, delegue el proyecto en una estructura profesional e independiente, como si el Valencia fuera un club de fútbol normal. Con las finales y títulos tan lejos, esta semana se ha cumplido uno de mis objetivos de hincha. Los negativos desclasificados desde el inicio de la pandemia por el fotógrafo japonés Masahide Tomikoshi han llegado, por fin, a Mestalla, a mostrar el templo durante el Mundial 82 con su inquieta mirada analógica. Es el estadio abarrotado ante Yugoslavia y es la ciudad, con un banquete de comuniones en el salón del Astoria o una parada del Mercat Central.

Con el archivo de Tomikoshi, 73 años e hijo de un piloto kamikaze de la Segunda Guerra Mundial, se nos muestra una certeza. La verdad en el fútbol está en sus alrededores. Mientras todos seguimos el rastro de la pelota, Tomikoshi observa con fascinación los aledaños de Maine Road o la Bombonera en la tensión palpitante de un día de partido. O el colorido mosaico de una grada, con sus aficionados posando expectantes con bufandas de lana, cosidas en casa. La cola de un cine en Buenos Aires o un bar de menús (engalanado patrióticamente) en la estación de autobuses de Rosario, supone viajar al invierno austral del Mundial 78 tanto o más que con las imágenes de Kempes en la final frente a Países Bajos. La aureola carismática del flaco Cruyff con pantalones de campana, paseando por Duisburgo en la pretemporada de 1975. O primeros planos de George Best y Diego Maradona, muy jóvenes, como si Tomikoshi intuyera que la inocencia frágil de sus rostros no sobreviviría a la gracia de su fútbol.

Con su mirada culta, Tomikoshi nos dice que los 90 minutos son sólo un pretexto, el paisaje de fondo de una puesta en escena grandiosa. Con la pandemia ha quedado claro. Un tipo como yo, con el carrete del móvil lleno de fotos de paseos por los estadios vacíos tras partidos grandiosos, que elige las primeras sesiones de cine de los martes random y que mochileo en solitario por repúblicas postsoviéticas que no existen, estaba convencido que los encuentros a puerta cerrada serían un refugio ante la avalancha mercantilista. Con el primer partido, contra la Atalanta, invoqué a la verticalidad arquitectónica de Mestalla y a los ecos fantasmagóricos de los estadios vacíos de Benedetti para hacer creíble la remontada y la mística resistente. Siempre agradeceré a Ilicic que me quitara la tontería con cuatro goles como cuatro bofetadas. Con el confinamiento nos exiliamos al «Out of Context» de las retransmisiones antiguas de mendietazos y remontadas patrocinadas por Bancaixa. Luego, hastiados con quince meses de celebraciones robóticas ante la Fan Cam, nos hemos dado cuenta con la Eurocopa que la única seguridad en el fútbol está con el regreso de los hinchas, con los himnos a coro multitudinario, con la improvisación de los festejos de los goles daneses, obedeciendo al rugido de una grada y no a Instagram. En los alrededores, otra vez, se explica todo, también lo abyecto, como la prohibición de la iluminación arcoiris en el Allianz Arena para esquivar fricciones con Orbán en el Alemania-Hungría.

En el amplio mapa del fútbol hay una lección para el valencianismo. Una entidad se gestiona desde la mayoría accionarial y su suerte depende de los resultados. Pero para entender y definirla habrá que acudir a la cultura de club, a la soberanía que volverá a llenar el estadio, a la tradición heredada, al Valencia de los vascos, suecanos y argentinos, a la masa social que atrapó al vuelo el centenario con libros y canciones y que lucha por su club pintando paredes, censando acciones, manifestándose y presentando demandas. El juego, en realidad, es el aburridísimo peaje de todo lo que en realidad importa. El Valencia, hoy, es sobre todo sus alrededores. La fotografía pendiente de Masahide Tomikoshi.