Nada es tan humano como preservar ritos caducos, por seguridad, superstición o simple nostalgia. Aunque ahora, sin el toque de queda, volver del periódico a casa sea de nuevo tan entretenido como participar en la NASCAR, el salvoconducto sigue ahí, impreso y resguardado en la guantera, en homenaje a aquellos meses de pandemia cruzando a medianoche una València desértica y solitaria. En las horas previas del Italia-España rescaté de otra guantera, la memoria, un puñado de obsesiones estadísticas y de intangibles arrugados para tratar de anticipar inútilmente el destino de la semifinal. El duelo de 1994 emitía señales potentes, como un faro. Luis Enrique contra Italia, con España vestida de blanco, contra un rival agazapado en su área. Era Wembley, pero parecía Boston. Morata y la sombra errante de Julio Salinas. Chiesa como Roberto Baggio, la Coleta Divina, que también pasó de la Fiorentina a la Juventus, la rivalidad más irracional del Calcio. Esa singularidad aumentaba exponencialmente el riesgo de que una contra de Chiesa Jr acabase, como en aquel Mundial noventero, en gol. Bingo. En caso de penaltis, la tanda de 2008 era el salvavidas. Pero en el sorteo de portería y orden de lanzamientos, Chiellini devoró la escena, empequeñeciendo el nervio gamberrillo de Jordi Alba, con la misma clase con que Tony Soprano aplacaba el ímpetu macarra de su sobrino Chris Moltisanti.

La vieja maquinaria de datos ridículos suele activarse con la publicación del calendario de Liga. Y si la visita del Barça cae en el entorno de Fallas, se escapa una risa confiada de noche grande. Es fútbol, un sector de arenas movedizas, pero en ocasiones la intuición cuela. Recuerdo una zona mixta en Anfield, en 2003. El Valencia se había paseado con garbo por la catedral red en un amistoso de verano, en 0-2. Y un tipo tan estudioso como Rafa Benítez dijo que «estamos en agosto, pero la sensación es muy parecida al año que ganamos la Liga». Todos los enviados especiales titulamos que la esperanza del equipo campeón había vuelto, en un curso que acabaría en doblete. Pero aquel presentimiento veraniego tenía trampa. Detrás del axioma había un proyecto de estructuras tan sólidas y de ambición tan descomunal que aproximaba tanto el éxito que acabamos conviviendo y confundiéndonos en él. Por eso, por mucho que el código bronco-copero del fútbol de Bordalás conecte con los estudios de la Escuela Contragolpeadora de Mestalla, el instinto se apaga. En un fútbol que no espera a nadie y que acelera su hiperprofesionalización en cada estamento y en cada detalle, en Mestalla la tendencia es la contraria: involución y desarraigo, informes técnicos demoledores sobre la ATE, el vacío de colocar a Teo Swee Wei dirigiendo la Fundación que rehabilitó a Rodríguez Tortajada y desempolvó el Valencia de México. Y te aferras a pensar si el recuerdo, la tradición o quizá la contundencia fonética de pronunciar ‘Mestalla’, ese estadio rotundo sin artículo determinado, serán un impulso suficiente para seguir vivos o solo un papel inservible en la guantera.

Postdata: Volveremos a los estadios creyendo en el antídoto de repetir la pareja de calcetines de la victoria anterior. Pero la verdad que enseña el fútbol en esta Eurocopa no está en atinar pronósticos, sino en exponer una realidad social muy distinta a la que se filtra desde otros vientos hostiles. En la España de Luis Enrique está el triunfo de un país diverso, plural, periférico. Y mientras Boris Johnson se encierra en el Brexit, la hinchada canta ‘It’s coming home’ a una selección de raíces multiculturales, tan inglesa como caribeña o nigeriana, con ídolos inspiradores como Rashford, hijos de bastiones obreros con una tasa de paro siempre un punto por encima de la media estatal y que plantan cara al gobierno para que las familias vulnerables no dejen de recibir las becas comedor que él mismo percibió en su infancia, mucho antes de las noches de Wembley.