Viaje al Mundial de Catar 78

El poder de los jugadores: Sparv ha escuchado a los obreros migrantes de Catar como Tapper escuchó a las Madres de la Plaza de Mayo

La selección de Noruega

La selección de Noruega

Vicent Chilet

Vicent Chilet

Los internacionales suecos Ralf Edström y Staffan Tapper supieron de la existencia de las Madres de la Plaza de Mayo en los meses previos a viajar a Argentina para disputar el Mundial 78. Antes del torneo habían contactado con Dagmar Hamelin, padre de una adolescente argentina de ascendencia sueca que había sido secuestrada por la dictadura militar y que se encontraba desaparecida. Ya en Buenos Aires, Edström, Tapper y otros cuatro internacionales se desplazaron desde el hotel de concentración a otra concentración, las de las Madres, para dialogar con ellas y filmarlas en Súper 8 dando vueltas a la plaza, con sus pañuelos blancos, enseñándoles las fotos de sus hijos. Luego contactaron con Le Monde y usaron su celebridad como futbolistas para servir de altavoz mundial a aquella causa silenciada. Horas más tarde Tapper, identificado como el cabecilla, fue retenido e interrogado en el sótano del hotel, «de frente a un militar con gafas de sol», como relataría cuatro décadas después a medios argentinos.

En aquel Mundial, a escasos 1.300 metros del Monumental, a una distancia suficiente para escuchar el rugido de los goles de Kempes, en la Escuela Militar de la Armada se detenía y se torturaba clandestinamente a los disidentes. La pelota no se paró, pero el fútbol no calló, no del todo. Hasta la selección de Países Bajos, con el defensa Ruud Krol a la cabeza, hijo de un héroe de la resistencia contra los nazis, tenía un plan pensado para sabotear la entrega de la copa por parte del general Videla, en caso de victoria en la final. El triunfo albiceleste regaló otras estampas, pero evitó esa foto. Desde Argentina 78 no ha habido una Copa del Mundo tan marcada por la violación de derechos humanos como el que se avecina dentro de dos inviernos en Catar. Una designación con sobornos y con el escándalo destapado por The Guardian de los 6.500 cadáveres de los albañiles migrantes de Pakistán, Nepal, Bangladesh, o la desigualdad crónica de las mujeres, pesando sobre la conciencia del negocio global.

Desde muchos sectores se apela a los aficionados a boicotear el Mundial de Catar. Y desde esos mismos sectores se ignora que esa contestación ya viene gestándose desde hace meses, y desde el propio fútbol. La copa catarí no la reclamó ningún aficionado, ni ningún futbolista. A millones no les representa, no les evocará jamás a México 86 ni a Estados Unidos 94, ni al viejo juego en el que aún creen. El primer chispazo vino de la selección de Noruega, con la estrella del futuro Erling Haaland a la cabeza, pidiendo «respeto» dentro y fuera del campo. Extendían la demanda de la «revolución ética», en palabras de Aitor Lagunas, promovida por los aficionados y los principales clubes noruegos. Se unieron Dinamarca, la Alemania de Toni Kroos. Las críticas han venido desde estados con profunda cultura democrática, con una enorme intolerancia a las desigualdades. El fútbol solo es un espejo de la realidad de cada territorio. Habría que preguntarse por qué en España el grito de Catar nos queda lejos.

Esta misma semana, el capitán de Finlandia Tim Sparv condenaba en The Players Tribune el silencio del fútbol ante las atrocidades cometidas en Catar. Y como Edström y Tapper en el 78 en la Plaza de Mayo, Sparv confesaba que se había entrevistado telemáticamente con los trabajadores migrantes para conocer en primera persona su verdad, sus jornadas de 16 horas y sin agua potable para levantar estadios. La carta da en la diana: «Los jugadores vamos a ser la cara pública de un torneo sobre el que no tenemos control: violaciones de derechos humanos y la explotación de los trabajadores migrantes ¿Entendemos cuánto poder tenemos como futbolistas? Seguro que cambiaría las reglas del juego».

Y tanto. Rashford ha logrado que el gobierno británico no tumbe las ayudas a las becas comedor; el gesto de Neuer llevando un brazalete arcoiris en la Budapest de Orban fue luminoso. La influencia comunicativa de un futbolista al elegir entrevistarse con un youtuber retrata el poder menguante de clubes, federaciones, de los medios tradicionales. «Un tuit de Ramos o Messi a favor de los refugiados o de la sanidad pública, ayudaría a cambiar muchas cosas», me confesaba Sergio Manzanera, que en 1975 tuvo que dormir con una escopeta al lado, por las amenazas recibidas tras condenar como futbolista los fusilamientos del Proceso de Burgos.

El negocio ya sabemos hacia donde irá. Hacia más partidos, hacia mundiales cada dos años, hacia Champions multitudinarias, hacia camisetas a 140 euros, hacia clubes estado, a exprimir la última gota de fútbol con toda la voracidad ultraliberal. Pero al final, mirando a cámara, a la historia, quedarán los futbolistas. ¿Qué pasará? Edström y Tapper no dudarían.