Una noche de verano que pasé solo en casa, viviendo la vida al máximo, vi la película del Zorro. La emitían en uno de esos 226 canales que no molestan, pero tampoco sabes muy bien qué aportan. En la Eurocopa comenté un par de partidos en la radio y un amable oyente me definió precisamente así: «un tío que está en Castelló que no se sabe muy bien qué aporta». Mis dieses, en serio. De lo más bonito que me han dicho nunca.

El tío de Castelló que no se sabe muy bien qué aporta --o sea, yo- contó luego a sus amigos, en otra velada de acción y desenfreno -a base de frutos secos y el programa del tour mundial de póker en la madrugada-, que había visto el Zorro. Me preguntaron de qué película del Zorro estaba hablando exactamente, como si existiera en mi cabeza otra película del Zorro que no fuera la de Hopkins y Banderas. La que vimos en el cine en el primer año del instituto, que esas cosas son como los nombres de los campos de fútbol o de los países: ya pueden cambiar de nombre o surgir otros nuevos que los vas a llamar siempre como aprendiste en la escuela.

El caso es que el Zorro, ojo, el Zorro es el puto amo y no se habla mucho de esto. Qué astucia, qué agilidad y qué elegancia. Qué carisma y qué pelazo. Cómo salta, cómo corre y cómo enamora al populacho. El puto amo es el Zorro, que casi me pongo en pie a aplaudir frente a la tele con sus proezas. A mí en la película me gusta cómo el viejo apadrina al joven y vislumbra en él a un digno sucesor en sus tareas. Tampoco es que tenga mucho donde elegir, pero bueno. Ampara al joven impetuoso y le impone una disciplina: lo pule, lo cuida y lo moldea.

Porque estaba algo distraído el pícaro Banderas, pero Hopkins lo encarrila a su vera. Le confiesa los secretos del oficio y todo lo que estaba ahí, dentro y fuera, pero no sabía verlo ni intuirlo siquiera. Era siempre fuego y aprende a ser a veces hielo. Yo, que tengo la tara futbolera, no podía dejar de pensar en Vinicius durante esas escenas. En una jugada parece el Zorro y en la siguiente parece el asilvestrado Banderas, en la siguiente ni se acerca. Su fútbol ya no existe, contra la época, fuera del corsé de esta era. Y no estoy educado para algo así, y con frecuencia me desespera, pero a la vez no puedo dejar de mirar cuando arranca en la carrera. Me fascina desde el primer día el misterio de la conexión entre su cerebro y sus piernas.

Los Vinicius de la vida, que no son muchos --pienso en Guedes-, suelen manejar un par de opciones. Asumir el destino trágico de su existencia o domesticarse para encontrar continuidad en el sistema. Hay algo de verdad natural en su juego que no requiere justificante. Lo escribió Marilyn French, más o menos: «Las decisiones importantes se toman en un instante y las explicaciones solo llegan después».

Queremos que todo tenga explicación -un regate, un taconazo- y no es necesario aunque nos empeñemos. Queremos saberlo todo y no se puede. Ni a quién hay que incluir en la lista de mejores amigos de Instagram, cuál es el criterio concreto, ni qué guardan los futbolistas como Vinicius en la cabeza. Quizá haya días que no sepamos bien qué aportan, ni la lista ni los versos sueltos, pero al menos tiene su gracia el misterio.