Cultura de club, ahora sí

En la movilización del último año no se contemplan atajos al éxito, ni delirios de grandeza, ni la trampa de las expectativas

Una imagen de las protestas contra Peter Lim

Una imagen de las protestas contra Peter Lim / JM L—pez

Vicent Chilet

Vicent Chilet

Camino a la meta última de aspirar a un Valencia sin Peter Lim, evoluciona silenciosa una realidad que no se debería celebrar, porque no se ha conquistado nada, pero tampoco infravalorar en mitad de tantas esperanzas y frustraciones. El valencianismo, quizás por primera vez desde el punto y aparte histórico posterior a Vicente Peris y de la reacción colectiva tras el descenso de 1986, exhibe una cultura de club. Un creíble ejercicio de estima y defensa de su club. En la movilización del último año, de inspiración reactiva ante los desmanes de Meriton Holdings Limited, no se contemplan atajos al éxito, ni delirios de grandeza, ni la trampa de las expectativas que tan golosamente conectan con la tentación lúdica de un club como el nuestro, de luz cegadora y nacimiento tardío, con un entorno facilón a escuchar incluso la increíble transformación del fútbol malasio a cargo de un sultán feudal. Solo el club (y la ciudad) ante todo y contra todo. Y con tal honestidad que no ha aparecido siquiera ni la figura de un líder mesiánico que aglutine el descontento, dirija a las masas y etiquete la que debería llamarse como Primavera de Mestalla. Es una oposición generosa y de múltiples caras, que agrupa acciones y planta cara en los juzgados (Libertad VCF), que seduce con transgresión y arte (It must be love 86), que articula el valencianismo de las comarcas (peñas), que conecta a nivel mundial los aficionados de un escudo global (Viachers), que apela a la tradición y memoria (uvaM, Ciberché), con capacidad de influencia en las instituciones políticas, financieras y en los reservados de restaurantes con moqueta (De Torino a Mestalla), o que arranca el compromiso de leyendas rebeldes (Espíritu del 86 con Cañizares y Ayala).

Una cultura de club que fugazmente se había manifestado en la parcela deportiva entre 1999 y 2004 (formulada a posteriori por Pako Ayestaran, con un titular que acabó en epitafio), y que ahora goza de amplios alrededores, que genera hasta canciones y decenas de libros de todo género (justo ayer se presentaba ‘El guardián entre el cemento’, de Javier Pérez de la Cruz). Una adoración del escudo que soportará digna y en pie el rodillo accionarial de la casi clandestina Junta de accionistas de esta mañana, que quizá haya concluido antes de que se lea este artículo. Es una cultura de club tan robusta que también absorbe el mantra pobre y perezoso de ‘¿ya, sí, pero quién los pone, eh?’. Una pregunta tan fácil de desmontar con solo recordar que el laberinto de escombros por el que transitamos tiene su origen en dos picos de euforia, 2004 y 2014, con movimientos millonarios en los cambios de propiedad. Sobraba dinero, pero faltó todo lo demás. Igual de obvio resulta insistir en que el final de Lim pasa por un gran acuerdo mercantil, como recordar que en las épocas de abundancia y mecenazgos inmorales, también nos olvidamos de dignificar todo lo que representa una institución tan infinita como el Valencia. Sin ese valencianismo activo y vigilante, cualquier compraventa quedará vacía de futuro. El vértigo del colapso definitivo ha sido el catalizador que ha sacado lo mejor de cada uno de los aficionados y, de paso, también ha aislado a los colaboracionistas que aún resisten bunkerizados, con la esperanza de heredar un trozo de página negra en los libros de historia que, nadie lo dude, vendrán.