Opinión

Infranostalgia

Cada palabra de Rafa Benítez retumbaba con un rotundo eco arqueológico entre las penurias del presente

Jaume Ortí con el trofeo de la Liga

Jaume Ortí con el trofeo de la Liga / ALBERTO ESTÉVEZ

La nostalgia empieza a convertirse, entrados en mayo, en una categoría no clasificada de alergia primaveral en los dominios de la acequia de Mestalla. El marco reluce, pero estornudas y notas que te falta el aire. Es el tiempo único en el que los partidos de Liga de Campeones comienzan con luz solar, y el recuerdo de aquella semifinal contra el Leeds United, y aquel tifo de fondo blanco, impacta con toda su luminosidad cegadora en la memoria. Es un mes floreciente en efemérides de títulos y finales. Desde 2019 asistimos al aniversario redondo de las dos décadas transcurridas desde la era dorada de 1999-2004. Ayer la Ser reunió a los héroes del 2002. El acto fue precioso, pero cada palabra de Benítez retumbaba con un rotundo eco arqueológico entre las penurias del presente.

El sábado pasado, en el transcurso del derbi contra el Levante UD, pensaba en cómo estaría soportando Guus Hiddink la sucesión de despejes incontrolados de los zagueros locales, apuntando más hacia la cámara aérea de LaLiga que hacia el pase medido al pie de un compañero. El Valencia neerlandés de rondo fácil pero acusado de colmillo poco afilado, llamó la atención de Michael Robinson, que definió aquel juego como «Made in Valencia» en un tiempo, principios de los 90, en el que en los resúmenes de los partidos todavía aparecían campos embarrados y centrales con bigote. Hablamos del Valencia en el que Fernando Gómez Colomer impartía la cátedra que ya vislumbraba años atrás Alfredo Di Stéfano, que bautizó al 10 de San Marcelino, a Arroyo y a Subirats como «los científicos». De casualidad me encontré con Hiddink a la salida del estadio y mi primera reacción fue pedirle una foto. «Camina, camina, no te pares», me ordenó el maestro de Varsseveld cuando quise frenarle buscando el ángulo idóneo para el selfi. El técnico de la vieja elegancia noventera conocía los trucos de los influencers millenials para evitar acabar rodeado por el enjambre de fans que no había detectado su discreta presencia en la Avenida de Aragón. Pensé, revisando luego la foto movida y desenfocada, que al final siempre es posible adaptarse a la evolución de los tiempos. Y que en la ética y estética de Hiddink también había espacio para asimilar el sufrido ejercicio de supervivencia de los blanquinegros ante el Levante UD.

La memoria del fútbol es preferible a la manera del Bayern, que anunció la renovación de Müller repitiendo una foto del centrocampista en la misma habitación de su infancia. Por encima de victorias o derrotas, los mismos colores, los mismos pósters, los mismos ídolos. Pero a todo nos adaptamos, incluso a la ya prolongada ausencia del Valencia en competiciones europeas. La tercera temporada de ayuno continental empieza a germinar otra nostalgia, más bien infranostalgia, sin laureles, la del periodo de los 80 en la que mi generación, marcada por el bautismo del descenso y sin Recopas en la retina, acabó recordando con un aura mítica al primer rival europeo. Allí esperaba el Victoria de Bucarest, en septiembre de 1989, en los meses previos a la caída de Ceaucescu. Era un equipo de medio pelo del que memorizamos cada detalle, con su delantero Coras como Bota de Bronce europeo. El Victoria de Bucarest desapareció solo un año después, arrastrado por el derrocamiento del régimen comunista, pero sigue bastante vigente en el podio de la particular infranostalgia. La generación más joven, la que ahora asiste con Meriton Holdings a un 86 sin descenso pero con un veneno lento repartido en pequeños tragos, también evocará en su memoria privada al primer rival europeo que rompa con la actual sequía.

Será el primer paso en el objetivo final de todo mestallista infranostálgico que se precie, que aspira a celebrar la normalidad, la rutina octavofinalista de Europa, el presente calmado que no se ve agitado por el peso de la hemeroteca. La anodina línea recta de imaginar una renovación de Soler como Müller, con 32 años, recordado como otro fernandista científico y en una habitación con banderines del doblete. Conmemorar que todo sigue igual, ese triunfo.