Porque sí y por si acaso

En el fútbol hay que intentar ganar siempre por la misma razón por la que en la vida hay que tratar de ser amable con toda la gente: por si acaso

Porque sí y por si acaso

Porque sí y por si acaso

Enrique Ballester

Enrique Ballester

En el fútbol hay que intentar ganar siempre por la misma razón por la que en la vida hay que tratar de ser amable con toda la gente: por si acaso. La Liga de las Naciones que está jugando España da bastante pereza, importa más bien poco e incluso molesta, pero quién sabe si dentro de un par de décadas es una competición superprestigiosa, un torneazo, y nos apetece presumir de ella. Quién sabe si en el próximo siglo los niños se acostarán cada noche fantaseando con ganar una Liga de Naciones --¡la puta Liga de Naciones, el desafío de los héroes, el sueño de los campeones!-. Quién sabe si un día será lo máximo en el fútbol conquistar para tu país la Doña Liga de Naciones. Por eso hay que intentar ganarla ahora, aunque no motive nada, y por eso en el fútbol hay que intentar ganar siempre, porque nunca se sabe. Porque sí y por si acaso.

 A veces no es tanto cuestión de buscar el bien sino la probabilidad. Por si acaso hay que tratar también a todo el mundo de una manera amable. Porque no sabes si tu compañero de pupitre será después presidente del Gobierno, y es mejor no haber traumatizado en el colegio al futuro presidente del Gobierno. Porque no sabes si esa señora que te mira es en realidad amiga de tu madre, y seguro que no quieres dar un disgusto a tu madre. Porque nunca sabes con quién estás hablando, a quién tendrás que pedir un día algo ni con quién te las estás jugando, por eso hay que ser amable todo el rato. Por si acaso.

El ‘por si acaso’ es una actitud muy válida a diario y nadie me va a convencer de lo contrario. La semana pasada se reunieron cerca de casa las mejores canteras de España. Resumo la mecánica de lo que fue para mí el torneo de promesas: por la mañana los eliminaban y por la tarde me los encontraba en la playa. Justo al lado de nuestras toallas se instalaron los alevines del Athletic de Bilbao para jugar una pachanga. Yo estaba haciendo un partidito con mi hijo, el típico de trazar unas líneas en la arena húmeda y montar las porterías con las chanclas. Observé que se acomodaban los entrenadores del Athletic a apenas diez metros de distancia, así que hice lo que tocaba, por si acaso y por tontolaba también, en este caso.

Enderecé la espalda y me acerqué a la orilla a hacer toquecitos con la pelota, a regatear con estilo y a marcar un gol tras otro a mi pobre vástago, que no entendía nada. Incluso hice la de Mark Lenders en Oliver y Benji, la de tirar la pelota con fuerza contra las olas, entornar los ojos y poner cara interesante mientras veía cómo regresaba. Daba igual que yo ya no sea alevín ni de lejos. Daba igual que el Athletic solo fiche navarros y vascos. Daba igual que mi hijo se enfadara y amenazara con el llanto. Imaginad que llego a impresionar a los entrenadores, sacan papel y boli y me ofrecen ahí mismo un contrato. Sobre la arena de Benicàssim y en una tarde calurosa de sábado, había que darlo todo, por imbécil y por si acaso.

En fin. Esta columnita culmina mi temporada, que a mí ni me ficha el Athletic ni juego la Liga de Naciones, que ya está bien de tanto trabajo. Quizá, porque nunca se sabe, deberían leerla como si fuera la última de siempre, la columna final. Porque sí. Por si acaso.

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