Superdeporte

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Vicent Chilet

Lealtades

En este Valencia con el eco de los 2000 pero tres años sin Europa, el juicio sobre la fidelidad se merece una reflexión

Vicent Chilet, de charla con Carlos Soler Francisco Calabuig

Para ser un ‘one club man’ hay que tener ese punto de obstinación por el que Matt Le Tissier intuyó que, en el Manchester United, Alex Ferguson le obligaría a efectuar más abdominales, reducir las dosis de chocolatinas y obedecer (siempre que jugase), a un juego colectivo sin esas aventuras individuales que acababan en goles por la escuadra con el Southampton. Los títulos o la gloria no pesan tanto como la confortable sensación de sentirte en casa y ser el orgulloso abanderado de unos colores, de unas calles y de una tradición que resiste a modas y décadas. Pero esa voluntad, para ser realmente rebelde y creíble, necesita también de un club en el que reconocerse. Repetir la frase mágica de «els millors jugadors són aquells que saben on estan» pierde su efecto justo cuando detectas que el club del que lo conoces todo desdibuja su idiosincrasia. Es entonces cuando al debate de la lealtad se le multiplican los matices. Y no sabes hasta qué punto quién empezó a abandonar a quién, como cuando en los años 80 el primer gran arrepentido de la Mafia, Tommaso Buscetta, aclaraba al juez Falcone que era la Cosa Nostra quien le había traicionado.

Carlos Soler sabe a qué va referido cada pasaje de la canción de Tardor y dudar de su valencianismo, o del de Paco Alcácer o Ferran Torres, muestra sobre todo el grado de convulsión crónica de una entidad herida. En nuestra entrevista en Las Rozas, Soler dio la cara con la necesidad de dar su versión para poder pasar página. Un ejercicio de responsabilidad, sosegado, detallado y respetuoso, con la certeza de que tenía poco o nada que ganar. La batalla del relato difícilmente se puede conquistar cuando lo que nos pesa a todos es la derrota colectiva de haber perdido a otro referente de la casa. Llegados a ese punto, da igual pagar una página de publicidad en los periódicos como hizo Cavani para despedirse de Nápoles. O afirmar, como Carlos, que propuso al Valencia vincularse de por vida, a cambio de armar un plan ambicioso. Una petición aplaudida en cualquier otro estadio y que es perfectamente compatible (por aquello de la «incoherencia») con el diagnóstico indiscutible de que en los últimos tres años, y en el inmediato presente, el proyecto no convence y acabas escuchando al PSG, City o Barça. Porque para devolver al Valencia a su prestigio histórico se necesita gestión y una visión proyectada a años vista, un arraigo que no ha entrado nunca entre las prioridades de Lim.

Para ser ‘one club man’, además de sentir el ferro, hace falta caer de pie también en la época más oportuna. Florenzi llegó a Mestalla con la amargura de no poder aguantar la comparación abrasiva de ser el primer capitán romano y romanista después de dos símbolos como Totti y De Rossi. En este Valencia en el que persisten los últimos ecos generacionales de los felices 2000, pero que lleva tres años sin competir en Europa y se nutre de cedidos tras especular mil millones entre fichajes y traspasos, el juicio corrosivo sobre la fidelidad de los canteranos que acaban marchándose merece una reflexión. Gayà y Guillamón resisten como excepciones, pero Carlos, Ferran y Alcácer son un síntoma. Algo falla cuando se les apunta como culpables mientras los pies se nos hunden, cada año un poco más, en el cenagal de la media tabla.

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