Una y otra vez

Mendy, Carvajal o Rudiger son firmantes habituales de pases prohibidos en la salida de balón... Uno se pregunta cómo han llegado así a la élite

Dani Carvajal, en un calentamiento con el Real Madrid

Dani Carvajal, en un calentamiento con el Real Madrid / EP

Enrique Ballester

Enrique Ballester

Increíble. Ha vuelto a suceder. Iba a escribir la columna el martes, pero al final el martes me dio pereza, e iba a escribir luego el miércoles, pero llegó la noche y me dolía la cabeza. Al final no sé qué ha pasado que entre una cosa y otra ya es viernes otra vez, y la columna sigue por hacer. Al final, entre una cosa y otra vuelvo a teclear con prisas, justo ahora, con el ya clásico menú de bollycaos+almendras+Nestea a la hora de comer. No puedo entender cómo ha vuelto a suceder. No puedo no poder. No puedo jurar, porque me conozco, que no volverá a suceder.

Después me extraño cuando estoy viendo un partido y un jugador comete el mismo error una y otra vez. El fútbol está repleto de este tipo de jugadores. Algunos de ellos son incluso buenísimos, de los mejores. Mendy, Carvajal o Rudiger, por ejemplo, los del Madrid, son firmantes habituales de pases prohibidísimos en la salida de balón. Tanto es así que uno se pregunta cómo han conseguido llegar a la superélite con esos fallos de concepto tan flagrantes. Cuántas veces se habrán dicho --como yo con lo de escribir la columna con margen- que no van a volver a equivocarse, cuántas veces se habrán conjurado y se habrán recordado ese lastre, y cuántas veces nos quedan por volver a verlos equivocarse.

Igual es que son así, incorregibles, incapaces de usar la balanza mental que mide el riesgo y la recompensa. Igual no es exactamente un error, igual eso es a veces una tara llamativa, pero a la larga supone una fortaleza. Igual es que frente al automatismo de la repetición siempre queda en el fútbol y el ser humano una grieta para la intuición. Igual el fútbol es una lucha contra la tendencia natural, si es que hay algo natural en este juego donde la habilidad no se muestra con las manos, sino con los pies.

Un trueno

Frente a la duda irrumpe de vez en cuando, como un trueno, una certeza. En el Barça, el entusiasmo de Gavi es una certeza. Gavi se encuentra en ese momento vitamínico que algunos experimentan en la adolescencia: lo tiene todo por conquistar y lo quiere conquistar todo ya, y se le nota y no le importa, y le mueve la rabia y el deseo. Cuando compite se le pone esa cara de niño picao que quiere algo que le niegan y lo atrapa y no lo suelta, como sea, y se encienden sus entrañas y le viene fuerte el hambre del milenio.

Muy pocos futbolistas he visto competir como él, con el hambre del milenio.

A los que somos viejos prematuros y vivimos cansados, masticando las derrotas, nos impresiona esa rebeldía y esa efervescencia. Quizá tuviéramos un día esa efervescencia. Mi primera columna la escribí muchos días antes. Me quemaba en el ordenador. No podía esperar a que llegara la hora acordada para enviarla. Gavi tenía dos años entonces. No creo que la leyera.

Mantener ese entusiasmo juvenil es una de las mayores dificultades del negocio. De hecho, esa voracidad sostenida en el tiempo ha sido la diferencia fundamental entre Messi y Cristiano respecto al resto de estrellas de su generación. Varios fueron igual de buenos en algún momento. Ninguno consiguió serlo durante todo el tiempo.

Ocurre en todo. El mes pasado debutó la mascota del Ceuta. Es una caballa, se llama Caballati y en esta Copa ha vivido sus instantes de gloria. Está triunfando, pero ojo, sirve para la mascota, para el fútbol y para el resto: lo complicado no es llegar ni gustar ni volver, sino mantenerse una y otra vez.

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