Mañana qué hacemos

Ves con claridad quién pagaría por jugar, quién jugaría gratis y quién está huyendo

Los jugadores del Valencia, tras recibir un gol del Athletic

Los jugadores del Valencia, tras recibir un gol del Athletic / JM López

Enrique Ballester

Enrique Ballester

Pasamos el verano previo a empezar el colegio tratando de preparar a mi hija Delia para ello. Vivíamos cada paso como un acontecimiento. Aún recuerdo el día que compramos la mochila, el día que se probó el uniforme, el día que fuimos a ver el patio desde fuera y el día que conoció en un parque a un futuro compañero. Recuerdo leer en las noches de verano libros que hablaban de niños que iban al colegio. Recuerdo las historias que le contábamos de cuando nosotros éramos pequeños. Tenía que estar todo preparado para el aterrizaje, sin traumas ni turbulencias, debía ser todo perfecto. Recuerdo también cuando llegó al fin su primer día de colegio: la ilusión, los nervios y el sueño. Recuerdo que Delia entró más o menos bien a clase, muy digna y como una campeona, y que volví después a recogerla. Con cara de haber llorado un poco, me dijo, muy seria: «Ya he ido al colegio, ¿mañana qué hacemos?».

Se nos había olvidado explicarle que había que ir todos los días al colegio. Lógicamente Delia no daba crédito. ¿Todos los días? No tiene sentido. ¿A quién se le había ocurrido eso? Pasó bastante tiempo hasta que se resignó y asimiló el concepto.

El otro día entrevisté a Eduardo Mas, un veterano exlocutor de radio que anduvo décadas siguiendo al Castellón por toda España. Me dijo que ha retransmitido más de 800 partidos en directo. Me apuntó la cifra exacta porque me aseguró que los contaba e igual se lo inventó, pero le creí porque yo sí tengo una lista con todas las columnas que he escrito en los periódicos de Prensa Ibérica (793). Le pregunté por el desgaste que conlleva este tipo de oficio viajero. Tantos domingos fuera de casa y tantos kilómetros, sobre todo cuando acaba la novedad y va pasando el tiempo y crecen las responsabilidades adultas y el cansancio diverso, y su respuesta me pareció una genialidad honesta y clara: «Primero habría pagado por ello, después lo habría hecho gratis, luego solo si me pagaban, y al final ni cobrando». Aún la escribo ahora y sonrío aquí solo. Estoy en la tercera fase. Eso me salva de momento.

Cuando empiezas a trabajar de algo no piensas que tienes que ir todos los días al colegio. Quizá si eres profesor o maestro sí lo piensas, pero yo me entiendo. No piensas cómo estarás dentro de 20 o 30 o 40 años.

En un equipo de fútbol ves claramente quién pagaría por jugar, quién jugaría gratis, quién es un profesional y quién está ya medio escapando de este invento. Lo difícil es combinarlo con acierto. A menudo, como en el resto de empleos, esa división tiene que ver con la edad, pero no siempre. A veces encuentras a un veterano que destila el entusiasmo de un debutante --pienso fácil en Modric o Lewandowski-, y eso es un tesoro inmenso. A veces encuentras a un joven que solo piensa en el dinero, nada más, y eso suele ser síntoma de algo feo.

Mi hija ya no es tan pequeña y el curso que viene irá al instituto. Con frecuencia, cuando suena el despertador, me pregunto cómo éramos capaces de ir siempre de niños al colegio, de dónde sacábamos la energía si no nos estaban pagando por ello. Mi teoría es que lo hacíamos porque no sabíamos que existía la posibilidad de no hacerlo, nos lo ocultaban, y ni siquiera nos lo planteábamos en serio. En el instituto era otro asunto, ya ibas pillando el funcionamiento. Intuyo que pronto tendremos que explicar a Delia que también hay que ir todos los días, aunque no le apetezca ni cobrando, y la comprendo.

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