Saltar al contenido principalSaltar al pie de página

Opinión

La farsa gastronómica

La farsa gastronómica

La farsa gastronómica

El paréntesis estival es un buen momento para compartir nuevas experiencias con los lectores y, de paso, hibernar el momento político, tan trepidante a pesar del calor.

En este verano menguado –tan distinto a aquellos de tres meses– los protagonistas indiscutibles del ocio culinario son: restaurantes, bares y chiringuitos.

Por primera vez en mis años de vida he vivido una experiencia tan insólita que merece relatarse: la reserva en un restaurante donde principio y fin confluyen en lo que los anglosajones llaman "taste test", degustación.

Comer, no degustar

El recuerdo aún fresco de una cena improvisada, sin pretensiones, en una casa de comidas con mantel de papel y sin formulario web, contrasta brutalmente con el presente. Aquella noche entramos sin reserva, pedimos lo que quisimos, pagamos con billetes arrugados y salimos contentos.

Aquello era comer, no degustar. Bastaba con tener hambre, entrar y sentarse. Elegir, compartir, cambiar de idea. Levantarse sin justificar por qué no se acabó el plato. Pagar, dejar propina, agradecer y seguir viviendo.

Había libertad para decidir si uno quería algo sencillo o elaborado, escaso o abundante. Sin rendirse a menús cerrados, tarifas inamovibles ni depósitos intimidatorios.

La libertad confiscada

Hoy, en la era del menú degustación obligatorio –como si comer fuera una ceremonia iniciática– se exige fe previa y acatamiento económico.

Reservar mesa implica someterse a condiciones inflexibles: precio cerrado, política de cancelación implacable y puntualidad ferroviaria. Cancelar con menos de 48 horas –aunque sea por enfermedad– puede suponer perder el dinero.

La gastronomía ha adoptado un aire excluyente: la cocina como arte total y el comensal como rehén estético. Todo está regimentado, ritualizado y monetizado.

Comer fuera exige planificación casi castrense: reserva anticipada, confirmación por whatsapp, depósito con tarjeta y aceptación de condiciones. La flexibilidad –esa virtud que antaño fue tan nuestra– ha desaparecido. La cortesía también.

Contrato de obediencia

El sistema parte de la desconfianza: el restaurante presume que el cliente es un desertor potencial y lo ata en corto, con condiciones leoninas. No se reserva mesa: se firma un contrato de adhesión.

Una parte –el restaurante– establece unilateralmente el contenido. La otra –el comensal– solo puede aceptar. Sin discusión, sin matices.

La carta ha muerto

Reina el menú degustación. Una sucesión de platos con aspiraciones narrativas: apertura vegetal (bocado de champiñón), un interludio cálido (canelón de buey de mar), una carne melancólica (gallina con calabacín) y una espuma que "evoca la infancia del cocinero" (sopa fría de avena negra fermentada).

Es en ese momento cuando uno comprende que no ha ido a cenar sino a someterse.

Lo llaman experiencia gastronómica, pero tiene algo de régimen. Plato tras plato, sin elección posible, el comensal avanza por estaciones impuestas. Sin carta ni margen. Se paga por lo que no se ha pedido.

El comensal, de protagonista a figurante

En este teatro, el cliente ha dejado de ser protagonista. Ya no cena: asiste. No pregunta, no modifica, no interrumpe. No manda, solo aplaude. Ha dejado de existir.

El camarero recita cada plato como si revelara secretos de Estado. Toca escuchar, asentir, sorprenderse. No se pide sal. No se cambia nada. Y no se rompe la liturgia para pedir pan.

La conversación se adapta al ritmo del desfile. El menú degustación no se come: se interpreta.

El precio se justifica por el relato

El precio ya no se explica por ingredientes, técnica o servicio. Se justifica por el relato, por la escenografía, por el aura del chef.

El valor reside en la expectativa. Se cena como en una ópera: en silencio, con devoción y a veces con hambre. Una cena de tres dígitos no es cara si viene envuelta en narrativa marina y cucharitas de titanio. Se paga lo invisible: el "storytelling", el nombre, el fulgor de las reseñas. Y, sin embargo, se sale con hambre. O con esa sensación vaga de no haber estado del todo allí.

Cuando la norma se impone al capricho, cuando la experiencia suplanta al apetito, cuando la obligación se disfraza de cultura, la comida deja de ser un placer para convertirse en una performance. Y entonces, tal vez, convenga recordar que el mejor menú degustación sigue siendo el que uno se sirve a sí mismo. Con hambre. Y sin miedo a decir que no.

Dilecto lector. El relato sustituye al menú y así quedamos satisfechos, aunque sin comer.

Tracking Pixel Contents