Opinión
El fuego, entre el delirio y el delito
En 1972, el Club de Roma advirtió que España sería uno de los países más golpeados por el cambio climático, con desertificación y merma de biodiversidad. Entonces ya se hablaba de la pérdida de cosechas, de la dificultad para mantener la agricultura y del riesgo de incendios devastadores. Medio siglo después, la prevención sigue siendo mínima y el abandono del medio rural, casi absoluto.
Los analistas coinciden en que alrededor del 80 % de los incendios tienen origen humano. La piromanía pura, asociada a trastornos mentales, apenas representa un 8 % de los casos. El resto se reparte entre negligencias (colillas, fogatas, barbacoas, uso de maquinaria en días de riesgo) y causas deliberadas (quema incontrolada de rastrojos, vandalismo, recalificaciones de terrenos, venganzas o incluso la búsqueda de abaratar la madera).
Hay quien ve en el incendio no una catástrofe, sino una oportunidad: contratos de extinción inflados, cambios de calificaciones encubiertas, venta rápida de madera chamuscada. Con un récord bochornoso: solo el 0,1 % de los responsables llega a juicio.
La magnitud de la plaga se agrava con los llamados incendios de «sexta generación». No se apagan, se gestionan como huracanes: impredecibles, potentes y capaces de generar lluvias de fuego. La combinación de primaveras húmedas –que disparan el crecimiento de vegetación– con veranos secos y extremos provoca la «sequía térmica» o «flash drought», que seca plantas y suelos hasta volverlos combustible puro.
El abandono rural ha eliminado prácticas como: el pastoreo, la recogida de leña o el aprovechamiento agrícola, que antes mantenían los montes limpios y fragmentados. Hoy predomina el de pino y el eucalipto, la vegetación seca y la ausencia de cortafuegos.

El fuego, entre el delirio y el delito. / /
La prevención –limpieza de montes, cortafuegos, retirada de combustible vegetal– es competencia autonómica, pero los terrenos públicos no se cuidan como se debe y el 70 % de la masa forestal –en manos privadas– queda fuera de cualquier obligación. Urge un pacto de Estado que obligue a su limpieza, como se hace con solares urbanos.
La política reacciona tarde y mal. Tras cada desastre, se repite el ritual: rueda de prensa, promesas de inversión y anuncio de investigaciones. Los expertos calculan que cada euro en prevención ahorra cien en extinción, pero los presupuestos parecen preferir el espectáculo de helicópteros sobrevolando llamas a la prosa invisible del desbroce invernal.
Las penas actuales –10 a 20 años de cárcel para incendios con riesgo para las personas– no disuaden. Se necesita endurecerlas, crear una fiscalía específica y aplicar vigilancia electrónica a reincidentes durante las épocas de mayor riesgo. También cerrar el paso a cualquier recalificación –pongamos que, durante un siglo – y restringir el acceso a parques naturales en verano. El acceso libre a zonas de altísimo valor ecológico en plena ola de calor es una temeridad que ningún país con sentido común toleraría.
Este verano se han producido detenciones significativas de incendiarios: un hombre acusado y confeso de provocar veinte incendios en Orense, detenido tras meses de seguimiento, y un trabajador de extinción en Ávila que confesó haber originado un fuego que arrasó 2.000 hectáreas, motivado –según la investigación– por intereses laborales. Casos que muestran que el fuego no distingue entre parajes Patrimonio de la Humanidad –como Las Médulas– y zonas residenciales –como Tres Cantos– y que entre los incendiarios caben incluso quienes deberían combatir las llamas.
Por su capacidad de destrucción, por el daño económico y social que provocan y por la amenaza directa que suponen para vidas humanas, muchos de estos incendios no son meros delitos: son auténticos actos de terrorismo ambiental.
El sentido común indica que deben ser perseguidos y castigados con la misma severidad que cualquier atentado contra la seguridad del Estado, porque así lo exige su impacto sobre el patrimonio natural, la salud pública y la seguridad de millones de personas. No hacerlo es aceptar que el fuego siga siendo un actor recurrente del verano español.
La solución no está solo en apagar incendios, sino en extinguir la complacencia con quienes los provocan, y proteger –con la misma firmeza que se protege un patrimonio histórico– el patrimonio natural que los pirómanos, y quienes se benefician de ellos, reducen a cenizas. Una prevención responsable y la persecución y castigo adecuados a los terroristas pirómanos reduciría considerablemente los riesgos de incendios.
Y, sin embargo, hay un resquicio de esperanza: el espeso silencio sobre la autoría de los incendios empieza a quebrarse. Las detenciones se anuncian en los medios, las filiaciones de los incendiarios dejan de ser un secreto y la sociedad empieza a reconocer que el primer paso para frenar este delirio es mirar de frente a sus responsables. Nombrarlos es el inicio de la justicia.
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