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Opinión

El prestigio del Estado

El rey junto al fiscal general, Álvaro García Ortiz. a su llegada al Tribunal Supremo para presidir el acto de apertura del año judicial.

El rey junto al fiscal general, Álvaro García Ortiz. a su llegada al Tribunal Supremo para presidir el acto de apertura del año judicial. / Chema Moya / EFE

La apertura del Año Judicial, en la casa de los jueces, y el auto de apertura de juicio oral al fiscal general del Estado por revelación de secretos han marcado el preludio del otoño judicial.

Quien, imputado, se mantuvo en el cargo acudió a las Salesas a hablar de legalidad, sometiendo a la institución y al sistema democrático a una anomalía insoslayable: trastornar la acción de la Justicia y entarquinar a la propia Fiscalía.

Resulta imposible garantizar los principios de legalidad, independencia e imparcialidad cuando el procesado sigue siendo el jefe jerárquico de quien lleva la acusación.

Compareció junto al jefe del Estado, habló de su libro –«soy consciente de las singulares circunstancias de mi intervención»– y se presentó como adalid de la verdad, en velada alusión a la supuesta parcialidad de la Sala que le enjuiciará.

Como no estamos para el lujo de la retórica, para cualquier juez perplejo le quedaban dos opciones: no asistir al acto, o abandonar la sala al intervenir el fiscal general y el ministro. Ninguna se adoptó. La pretendida normalidad no ocultó la crisis institucional que sacude al Poder Judicial.

Lo que siempre fue una ceremonia de reconocimiento se transformó en representación de la España real, donde cada actor cumple un mandato que altera el equilibrio de poderes y desquicia el sistema constitucional.

Con su defensa de la independencia de los jueces, la presidenta del Tribunal Supremo –primera mujer al frente del Poder Judicial– ofreció una lección de respeto institucional. Recordó que la confianza en la justicia es un bien común y reclamó lealtad a las instituciones. Quienes la tildaron de tímida olvidan que, incluso tras la cortina del propio cabello, su discurso destacó frente a la algarabía política.

El prestigio del Estado

El prestigio del Estado / .

Fiel a su guion, el jefe del Ejecutivo situó a los jueces en la inminencia de la prevaricación, aunque solo a los que investigan a su entorno y a su fiscal. Crítica partidista: se aplaude a la Justicia cuando afecta al adversario y se la denigra cuando afecta a los propios. Cuestionar la independencia del Poder Judicial alegando mayorías ideológicas carece de fundamento; atribuir por decreto la inocencia del fiscal general equivale a despreciar el juicio y la instrucción.

Guisandero de la reforma judicial, el ministro compareció con la encomienda de blindar a quienes rodean al presidente. Su receta: crear una acción popular adhesiva y restringir la acusación cuando el fiscal pida archivo. Protege así al fiscal general, a su mujer y a su hermano. Malpensados funcionales sospechan que el objetivo último es controlar al Supremo.

Sujeto pasivo de decisiones ajenas, el jefe del Estado tuvo que soportar el desatino capitaneado por un presunto delincuente. El Rey no es el problema ni la solución. Atado por escrúpulos institucionales, permanece callado, como lo están empresarios y ciudadanos exhaustos de política.

Con un discurso claro y sin ambigüedades –dentro de los márgenes constitucionales– podría haber reforzado la defensa del Estado de Derecho. Su silencio transmite, en cambio, prudencia que puede ser mal entendida.

El líder de la oposición decidió ausentarse. El oficialismo lo interpretó como afrenta al Rey. Nada, sin embargo, se dijo de la ausencia del Presidente, ocupado en provincias con una brigada antiincendios. Algunos ven en la ausencia del opositor un gesto correcto. Disiento: quien aspira a gobernar debía estar en las Salesas para dejar constancia de su desacuerdo. La doble ausencia acentuó el vacío de liderazgo.

El Estado es la entidad permanente que ejerce soberanía sobre un territorio y una población, mientras que el Gobierno es el conjunto de órganos y personas que ejercen el poder político en un momento dado, reemplazables a través de elecciones.

De ahí la trascendencia de la reputación del Estado ante sus ciudadanos y ante otros Estados, construida a través de la eficiencia, la percepción pública de sus acciones, su legitimidad y el respeto a los principios del Estado de Derecho.

Resulta difícil de entender –también para homólogos europeos, como el TJUE y el TEDH– una escenografía desajustada: un fiscal procesado, un presidente que señala a jueces, un ministro que adereza reformas a medida, un rey silencioso y un líder opositor ausente.

Con razón, cunde la sensación de que la solemnidad se ha vuelto farsa y la crisis entre poderes sigue su curso. La justicia sanchista en marcha, avanza sin resistencia: el «lawfare» y el señalamiento de jueces, al compás de acusaciones que no encuentran respuesta, son ya el síntoma extremo de un trastorno institucional de primer orden.

Con el prestigio del Estado en juego.

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