En los últimos años, los que han llevado las riendas del Valencia nos han llevado a los periodistas, aunque más todavía a los aficionados, a la depresión y al cataclismo. Los que seguimos la actualidad del club hemos empleado más tiempo en llamar a notarios, abogados, contables, técnicos de obra y demás facultativos ajenos a un balón del que imaginábamos el día que decidimos dedicarnos a contar historias de fútbol. Pero lo malo de tal desaguisado no es que uno haya tenido que hacer un curso intensivo de ley concursal para ponerse al día, porque a fin de cuentas me pagan por ello y se hace y punto. Lo peor radica en el desengaño latente entre los aficionados.

Los parroquianos valencianistas están hartos de oír hablar de UTES, ETES y demás seres extraños que aparecen de las entrañas del nuevo estadio. Quieren y no pueden hablar de las obras y milagros de los Villa, Silva y Mata sin que la deuda que arrastra el club les lleve a verlos más fuera que dentro. Está claro que la Sagrada Familia que hay plantada en la Avenida de las Cortes se convertirá antes o después en un bello cisne donde se escribirá la historia blanquinegra, pero hasta que llegue ese día es un pato feo de cojones.

Por ello, noches como las de hoy tienen mucho más trasfondo del que parece. Porque mientras los Villa, Silva y Mata nos sigan recordando, como lo están logrando con sus obras y milagros, que el Valencia es el tercer club de España y un clásico en Europa, el aficionado digerirá sin empacharse los males ajenos al balón, que son varios y mal paridos. Y ya sé que esta noche ni está Villa ni Silva, pero como decía Emery en SUPER, «este vestuario es sano y leal al escudo», lo cual me recuerda una frase que me dijo uno que sabe de esto: «Lo único bueno del fútbol son los futbolistas». Pues cada día que pasa me doy cuenta de cuánta razón tiene.