La comparación puede chirriar así, de primeras. Sin embargo, escarvando un poco en sus personajes se descubre que Javi y José están hechos prácticamente de la misma pasta, de la misma esencia. A los dos les gusta mucho la marcha y tienen claro que cada partido es una pequena batalla psicológica. Por eso no dudan en ganarse la animadversión de afición, técnico y jugadores rivales para proteger y aislar a sus vestuarios de cualquier injerencia externa. Pragmatismo puro y duro que, además, les hace ser bastante queridos por aquellos a quienes entrenan.

La gran diferencia es que el entrenador del Inter tiene casi 15 años menos que el vasco y una visión mucho más evolucionada del fútbol. Aunque viendo el duelo del Camp Nou puede parecer mentira, Mourinho va más allá del patapún p´a arriba que acompaña a Clemente desde que patentara la fórmula hace tres décadas. Sus equipos son también capaces de jugar al toque mientras él se encarga de sacar de quicio a todo bicho viviente desde la banda. «Esta final nos la merecemos nosotros», le susurró el miércoles a Guardiola, como si nada, tras la expulsión de Motta.

Ellos —Javi y José, José y Javi— no serán nunca santos de devoción de la inmensa mayoría. No serán entrenadores quasi modélicos como el barcelonista, pero tampoco es lo que buscan. Su manera de entender la profesión ha demostrado ser productiva, y, encima, les da libertad más que suficiente para mandar a la mierda a quien crean oportuno. Más o menos, lo mismo que ha hecho en más de una ocasión otro entrenador de esa rara estirpe, Louis Van Gaal. Mira que el holandés ha sido criticado allá por donde ha ido, pero siempre ha acabado cosechando éxitos. El último, meter al Bayern de Múnich en la final de la Liga de Campeones, por primera vez en nueve años y con una alineación cargada de canteranos imberbes que ni sus dirigentes conocían.