El triatleta Javi Gómez Noya cruzó la meta de Chicago levantando la palma abierta, aunque con esa cierta timidez que lo caracteriza. Cinco dedos, cinco campeonatos mundiales de triatlón, en tierra virgen, ya deshecho el empate con Simon Lessing. Un rascacielos humano en la ciudad que los alumbró en ladrillo. Fue el único gesto de complacencia que se permitió el ferrolano, humilde como siempre en la gloria. Llevaba algunos segundos aguardándolo Mario Mola. El balear había ganado la prueba haciendo valer su punta de velocidad en los últimos metros. Una victoria parcial insuficiente para discutirle a Gómez Noya el título. Pero ni un ápice de amargura le afeaba la sonrisa a Mola, que le dedicó al campeón una reverencia. "Es el más grande de todos los tiempos", diría después. El sudafricano Murray, otro de los que había llegado con opciones a la final, completó el podio en la carrera de Chicago (el francés Luis lo hizo en el Mundial). Igualmente sin reproches ni envidias, feliz: "Javi es uno de mis héroes".

Así es Gómez Noya. Vence y convence. Domina sin arrogancia. Calcula con calidez. En Chicago supo gestionar a la perfección la ventaja que se había trabajado durante las nueve pruebas anteriores de las Series Mundiales. El podio le aseguraba el título. La cuarta plaza valía si Mola no era primero. El riesgo fue escaso, apenas en la transición de la natación a la bicicleta, en esas primeras pedaladas, cuando Gómez Noya se quedó descolgado del grupo cabecero. Cosido el roto, el suspense se terminó en los dos primeros kilómetros a pie. Ahí Mola y Gómez Noya, perfectamente coordinados en los relevos, partieron hacia su duelo privado, con la prueba por decidir y el Mundial resuelto. Metódico, regular (setenta por ciento de podios en su histórico de las Series), inteligente en cada apuesta y cada esfuerzo, en realidad ninguno de sus adversarios creía que el gallego pudiese fallar. Solo un contratiempo, en forma de lesión o avería, como la que descabalgó a Chente Hernández tras una caída con su bicicleta, podría haberle apartado de esa cima en la que habita solo.

Y eso que Chicago mostró sus aristas desde el inicio. Un problema con el pontón modificó el segmento de natación. El agua picada del lago Michigan obligó a elevar la brazada. Los diez grados en el agua hicieron válido el neopreno, limando la ventaja de los especialistas, aunque Richard Varga organizase su habitual espectáculo pirotécnico. Mario Mola, que suele perder comba, lo que le obliga después a empeñar en la remontada energías que añora en la carrera, llegó esta vez a la transición por delante de Gómez Noya. Examinaba cualquier posible fragilidad del líder, quizás alguna dolencia oculta, quien sabe si una distensión o un resfriado heredado de Edmonton. Noya había recorrido el circuito por el interior, encerrado, rozándose incluso con las boyas. Pareció sonar la alarma. Ocho hombres, Mola, Jonathan Brownlee y el francés Luis entre ellos, se fueron en grupeta por delante; Noya, en un segundo pelotón, a una decena de segundos. En realidad, jamás se activó el protocolo de pánico. Noya encontró la ayuda de Alarza, el quinto en liza, compañero en el CGTD de Pontevedra. En un par de kilómetros se taponó la ruptura.

Jonathan Brownlee era el verso libre en la cita, el elemento incontrolable, capaz de alterar la aritmética prevista. Los Brownlee han sufrido un calvario de lesiones durante la temporada. Alistair causó baja también en la final. Jonathan se apuntó con el sano hábito de incordiar. Soltó un par de demarrajes. Exigió colaboración. Pero no encontró socios. Ni siquiera logró descartar a Murray antes de la carrera a pie. El sudafricano había sido el más damnificado en la natación. Rodó a casi un minuto de sus rivales en el segmento ciclista. Pero se las arregló para unirse a ellos en el examen decisivo.

Quedaba por ver cómo respondían las piernas a la erosión de las pedaladas. El circuito de Chicago era de pefil plano, pero con doce curvas de 180 grados en cada vuelta. En total, 108 frenadas y arrancadas con el plato del 53, un martilleo constante y muy exigente a nivel mental, sin descansos en la concentración. Gómez Noya resolvió enseguida cualquier interrogante. Se había mantenido siempre alrededor de la decimoquinta posición en el pelotón, a cuatro o cinco de Mola, marcándolo. Y se colocó justo delante al acceder a la moqueta, anulando cualquier despiste o contingencia.

Los candidatos al título salieron juntos a galopar. Devoraron a Kanute, Salvisberg, Van der Stel y Colucci, que había salido en cabeza de la última transición. Gómez Noya y Mola dieron entonces su golpe de mano. Un ataque al alimón, más prolongado que seco, brutal en sus consecuencias. A falta de siete kilómetros Javi Gómez Noya era campeón.

Tres ataques infructuosos

Aunque amigos, el ferrolano no se planteó regalarle el triunfo a Mola. Es su manera de honrar el oficio. Consciente de la mayor rapidez de su joven compañero en el sprint, Noya cambió hasta en tres ocasiones de ritmo desde el kilómetro siete para conseguir el espacio necesario. Mola, entero esta vez, agradeciendo su buen rendimiento a nado, respondió a esos envites y tuvo precisión quirúrgica en el suyo, a menos de un kilómetro. Llegó, tomó la cinta entre sus manos y se volvió para hacerle a Gómez Noya el besamanos, como espectador privilegiado de un instante único.