Una semifinal con 35 años de edad media, casi Edad Media. La antigüedad es la estrella, se enfrentan los inmortales Nadal y Federer, con pasaportes de gira de veteranos. Juegan a tenis de memoria, podrían vendarles los ojos. El espectador no se siente ante un partido de estreno, sino ante una nueva interpretación de una sonata de Mozart.

Nadal es deporte para viejos. No es una queja. No vemos a nadie más en la parrilla de jóvenes contendientes que son rutinariamente despedazados por los ancianos de la tribu de la raqueta. Sobre todo, no queremos ver a nadie más. Suspirábamos por la reedición del Nadal-Federer, aunque sea para contemplar al suizo subiendo a la red con la desesperación de un fusilado de Goya buscando una bala. O a punto de que su rival le partiera la cadera en el decisivo noveno juego del segundo set, que desvertebró el encuentro.

Los dos violinistas de la raqueta priman la precisión sobre la velocidad. Con la tierra como superficie parcial, solo hay un ganador posible. Nadal no es para Federer un rival, sino un síndrome que rejuvenece al suizo hasta la dimensión temblorosa de un principiante azorado. Esta ley se cumple desde que el mallorquín se impusiera en la final de Wimbledon unánimemente considerada como el mejor partido de los tiempos. Por eso le ha doblado en juegos, 18 a 9.

En la semifinal de Roland Garros se han recopilado algunas escenas memorables de las obras completas del Nadal-Federer. Para este revival con formato de popurrí, al suizo le han colocado un par de kilos, pese a que es impertinente muscular a un maniquí.

El mallorquín ha cumplido con la rutina del artista que ofrece la misma función una docena de veces, sin apearse jamás de la entrega y la profesionalidad. Haber ganado once Roland Garros a estas edades debería ser delito. Asomarse al vértigo de una docena de victorias es una certidumbre con un margen nada desdeñable de inseguridad. Porque Federer teme a Nadal que teme a Djokovic.