La situación crítica del Valencia no es responsabilidad de Marcelino en exclusiva, pero muchas cuestiones subrayan su influencia equivocada. La porquería está empezando a flotar en la superficie y las sensaciones son malas. Cuando los resultados no llegan, cuando el rendimiento individual está por debajo del mínimo y es cuestión de una mayoría, cuando las soluciones no alcanzan y lo fácil se vuelve difícil, cuando todo eso sucede, lo natural es buscar un impulso vital nuevo. El principio de cambio ofrecido ante Young Boys, Getafe o Rayo ha quedado en burbujas... El partido ante el Sevilla llevaba semanas marcado en el calendario y lejos de ofrecer un golpe de mando, se dio un paso atrás. Los motivos para confiar en Marcelino como motor y líder de una reacción auténtica son cada vez menos. La explicación del míster, enconado en la defensa de su modelo y disparando en todas las direcciones (vestuario incluido), confirma el crimen pasional. Ya no hay accidentes. Le falta crédito y a la plantilla, energía. Las dudas han triturado la confianza.

Esta final perdida ha sido un despropósito desde los preliminares. El objetivo de Marcelino, su plan de juego ante el Sevilla fue tibio, poco ambicioso o mal ejecutado. El bloque de Machín intentó ser práctico. Consciente de la ventaja y del valor del empate, Machín fue conservador, bucó resistir y cazar al Valencia en un error. Así fue. No se llevó los tres puntos por el error de Tomás Vaclík, por el acierto de Parejo en el centro y de Mouctar Diakhaby en el remate. Con la referencia del Alavés viva, se esperaba un Valencia agresivo en campo contrario, muy intenso en la presión. El bloque de Abelardo llevó al Sevilla al límite y le obligó a jugar directo siempre. Eliminó a Banega gracias a ese pressing continuo y no le dejó pensar. Todo lo contrario que un Valencia que permitió tocar y avanzar al Sevilla. Blando en su dominio, previsible, precipitado y poco claro en sus situaciones de remate, el equipo quiso, pero de forma retraída. Soler, Parejo, Coquelin, Gayà... fogonazos.